La Sorpresa de Leer a Samanta Galán Villa (Nuevas Caras de la Narrativa Mexicana)✅
VENTANAS
CERRADAS, VENTANAS ABIERTAS
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Llegas
a tu casa y notas algo diferente. Ya no está colgado el cuadro de los dos, el
que mandaste pintar con un artista callejero que hacen figuras psicodélicas con
aerosoles. Tampoco están los cuadros de Joan Miró que nunca te gustaron porque
en la noche parecían moverse y que tantas veces le pediste a A que los quitara.
Bien, las ha quitado. Las ha quitado como quitó del librero su colección de
mangas sin abrir de Berserk. Igual que los libros de Lovecraft de la editorial
Del Nuevo Extremo, las obras de Asimov y de Ray Bandbury. Entras a la cocina
para tomar agua. Lo topas de frente con un vaso de whisky. Dice me esperé a que
llegaras. Me esperé, porque me gusta hablar las cosas como son. Ya no es lo
mismo entre nosotros. Desde hace unos meses que…
Se va.
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Escuchas
la puerta cerrarse y el motor del taxi cuando se aleja. No puedes llorar. Sabes
que tienes algo atorado, pero no ubicas dónde ni qué. Algo como una especie de
cansancio que se mete en medio de los músculos, el cabello y la sangre. Tu
respiración se entrecorta y prefieres terminar el whisky de A que tomar agua
porque quién necesita agua en un momento así. Sirves el segundo y el tercero.
El cuarto, el quinto. Bien servidos, hasta el borde.
Recorres
el resto de la casa. Los cajones del armario son ataúdes abiertos. Ya no hay
zapatos junto los tuyos, tampoco las fotografías instantáneas de los conciertos
a los que fueron juntos. Ni de su último cumpleaños, ni de la primera vez que
te regaló un ramo de flores. Tampoco están en la basura. No hay caras mutiladas
en la taza del baño. Las habrá quemado o se las llevó. Quién sabe. Te acuestas
en la cama y cierras los ojos.
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Eso
fue ayer. Hoy suena el teléfono muchas veces y te gustaría tomar un martillo y
darle hasta que deje de fastidiarte la puta vida de una vez. No hay martillo, A
se llevó las herramientas. Claro. Sus herramientas. Descuelgas y es tu mamá. Te
pregunta qué tal todo y cómo está A. Caes en cuenta del fastidio que será
decirle a tus familiares y amigos que A se ha marchado porque las cosas entre
los dos ya se habían enfriado. Que él es un hombre de emociones fuertes y tú un
ratón de biblioteca que gusta de comprar el té del mismo sabor, pero de
diferentes marcas, porque uno es más concentrado que otro. Uno más dulce que
los demás. Le cuentas, no postergas más el interrogatorio. Hija, hijita mía
cuánto lo siento. ¿Estás bien? ¿Necesitas algo? No sabes cómo me duele, si
parecía que iban a pasar toda la vida juntos, como la pasaron tus abuelos y tu
papá y yo. Qué pena que te tocara un hombre así. Cuelgas. Debes hacer la lista
de cosas que hacen falta y que se llevó A, porque esos espacios no pueden
quedar vacíos. En cualquier momento se ocupa colgar un cuadro en la pared o de
pronto le dan a uno muchas ganas de leer En las montañas de la locura.
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Revisas
estante por estante. Notas que faltan algunos libros que eran tuyos pero que
nunca te gustaron demasiado. Es más, hay cierto alivio en no verlos, en no
estarte recordando por qué los compraste en primer lugar. Tampoco están dos
bufandas que él te regaló en su tercer aniversario. Dijo que era buena idea
usarlas juntos porque eran de Harry Potter, debilidad de ambos. Una de
Slytherin y otra de Gryffindor. Al menos no fuiste tú la que tuvo que marcharse.
Aunque ahora que lo piensas bien, crees que no sería mala idea arrendar un
departamento más chico. Con otro color en las paredes que ese gris odioso.
El
cansancio se va y viene otra cosa. Algo más pesado. Como si de repente el
corazón, los pulmones y el hígado se convirtieran en osmio. Te acuestas en el
piso y lloras. No comprendes cómo terminaron las cosas así, si se querían
tanto. Si hasta dejabas de leer cuando A te pedía que vieran juntos El Irlandés
o Érase una vez en América. Cómo es posible que se acabe el amor, si procurabas
tener su ropa negra acomodada por tonalidades. De la más descolorida hasta la
más nueva. Si le cortabas el borde a los sándwiches porque los aborrece y te
comías las aceitunas que le quitaba a las pizzas. Éramos tan buena mancuerna,
te dices. El ying y el yang. Yo tan ratón de biblioteca y él tan malote. Tan
lindo cuando lo conocí en el club de lectura de la universidad. Se sentaba
frente a mí y no podía sostenerle la mirada mucho tiempo. Parecía que examinara
cabello por cabello. Paseaba los ojos por mi fleco, mis lentes y mi lunar al
lado de la boca. Sentí que podía verme a través del vestido, saber con
exactitud el color de mis pezones y yo, deseosa, abría las piernas.
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Por
eso le dijiste que sí cuando te invitó una cerveza. Un sí rápido y seguro. Para
qué hacerte la difícil si te gustaba tanto con sus playeras de The Cure. La
primera noche tuvieron sexo y la siguiente. Se hicieron novios a las dos
semanas de salir y tres años después se ha llevado los libros de García Márquez
que nunca te gustaron y que parecía dinero tirado a la basura.
No
tienes hambre, pero intentas comer algo de pescado que hay en el refri. No te
sabe a nada. Ni bien, ni mal. Ni salado ni desabrido. Tampoco los chocolates ni
las Sabritas. Toda la comida parece estar envuelta en plástico y no quieres
probar bocado. Buena falta que me hace ponerme a dieta, piensas. Buena falta.
Yo no estaba así hace tres años, cuando iba todas las tardes a nadar al
polideportivo. No se me salían estos gorditos en la espalda ni tampoco me
colgaba el pellejo de los brazos. Mira nada más lo que hiciste conmigo, A. Eres
un miserable.
Las paredes grises son pantallas que proyectan una vida que se ha ido, pero que se repite en los recuerdos una y otra vez. El mismo recuerdo: una película distinta. Olvidas detalles y agregas otros. Los colores, el clima, el olor de los Marlboro que fumaba A y que fue dejando porque le hablaste de sus terribles y fatales consecuencias.
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No te
cambias de casa, decides pintar las paredes de color melocotón. Tu favorito.
Compras la lámpara con flores que desde hace meses viste en una tienda de
antigüedades. Te va costando menos dialogar con tus compañeros de trabajo que
te invitan a almorzar juntos en Vips. Que te piden que vayas al cumpleaños de
Miguel, el nuevo integrante del equipo. Es alto y joven. El más joven del grupo.
Miguel te ve como si buscara la sombra de un fleco que una vez existió o como
si adivinara el peso exacto de tus lentes sobre la nariz. Le dices por ahora
no, pero seguramente otro día podemos ir por esa cerveza de barril de la que me
has hablado tanto. Cómo no, si me sé todas las canciones de Rata Blanca y de
Héroes del Silencio. Sí, no te estoy dando el cortón. Saldremos una noche de
estas.
Por las mañanas sales a correr y vuelves a inscribirte al polideportivo. Comienzas a bajar de peso y compras ropa que no te atrevías a usar, más pegada y de colores brillantes. Tus compañeras te hablan cada tercer día para invitarte a tomar un café o para ver una película. Juntas se van a los bares y conoces gente. Hombres. Vuelves a sentir deseo sexual. No te resistes cuando te besan y sugieren ir a su casa más tarde. Nada serio. Aventuras de una noche.
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Te
sientes mejor, ya no pesa igual el dolor de la despedida. Casi no recuerdas a A
y procuras no cuestionártelo. Amas mirarte al espejo y ver que pareces otra, una
más segura, interesante, atractiva.
Esta tarde toca que pongas la casa para ver Esposas Desesperadas. Vas al supermercado para comprar vino, queso y jamón. Frituras y jugo de durazno. Te acercas para pagar y a dos clientes en la fila está A. No te mira o quizá no te reconoce. Va acompañado de una mujer. Rubia, el cabello le llega a los hombros. Trae un abrigo negro. Aborregado. Qué bonitos ojos verdes. Él lleva una chamarra de mezclilla, lentes de lectura y una camisa a cuadros tipo Vans. Más delgado, con aire serio. No te recuerda al A que jugaba Fortnite en sus ratos libres, sino a uno que ya leyó los libros de Lovecraft y hasta los de García Márquez. Sonríen y se besan. A se ve bien, contento con la chica rubia del abrigo.
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Sientes
algo, esa curva emocional que nace en el estómago y termina en la boca cuando
subes a la montaña rusa. Ha pasado poco más de un año desde que se fue. No le
puedes quitar los ojos de encima. Es otro. Uno que intentas reconocer pero que
ya no existe, porque las antiguas versiones de nosotros mismos son instantes
irrecuperables.
Notas
que mantiene intacta esa sonrisa que te enamoró desde el principio y que
seguramente enganchó a la rubia. Se toman de la mano. Llevan en la bolsa unas
manzanas, queso y cereal. Qué sorpresa darte cuenta que estás sonriendo. Que no
tienes nada en contra de ese hombre con el que compartiste tres años de tu
vida. Qué gusto que ahora esté con la chica del abrigo, lucen como una pareja
de Hollywood. Recuerdas a Miguel y su invitación para ir por una cerveza y
cantar La chispa adecuada. Te dan ganas de ir a la tienda de antigüedades para
comprar cuadros y llenar las paredes de la casa con réplicas de Monet.
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Caes
en cuenta que no has aprendido nada. Que también tú quieres conocer a alguien a
fondo, enamorarte, compartir tu vida. Porque se siente bien que otra persona te
dé los buenos días. Que interrumpa tu lectura para ver juntos una película. Se
siente un beso del cielo cuando llegan con un té Lady Grace de Twinings. Y que,
a fin de cuentas, una ruptura no es el fin del mundo. Todos los días se parten
corazones que vuelven a florecer. Lo han vivido la mayoría de las personas en
el planeta. No es la gran cosa. Para qué tanto sufrimiento, con qué propósito,
cuál colisión. Reencontraste el hilo rojo, tienes los pies firmes de nuevo, los
ojos limpios, sin lágrimas.
Water Lilies, 1916-1919 . Claude Monet. Foto Archivo |
Abres
las ventanas, repasas las canciones de Héroes del Silencio para el fin de
semana. Te atreves a dar el paso, qué puedes perder. Al fin y al cabo sabes,
mejor que nadie, que sobrevivirás.
ESTELA
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No sé
dónde andarás ahora, pero cómo quisiera que pudieras leerme. No importa cuándo,
ni cómo. Lo importante es que sepas, porque hay palabras que se llevan
guardadas toda la vida y que se han rescrito tantas veces en la memoria que se
quedan para siempre, como una cicatriz. Escúchame.
Fuimos
amigas desde el comienzo. Desde que di el primer respiro debiste estar ahí,
Estela, porque no recuerdo un momento en que volteara y no estuvieras al lado,
con tu sonrisa de ratón. Con los dientes de enfrente más grandes y que se
asomaban por debajo del labio. Tu labio hinchado, el labio superior más grande
como el gajo de una mandarina.
Juegos. Las escondidas y la víbora de la mar. Tú y yo siempre de la mano, me acuerdo. Y cuando caía y me raspaba los codos o lo que sea, ibas a levantarme. Me limpiabas las lágrimas y decías no llores, Tita. No llores porque entonces se acaba el juego. Cuánta razón, Estela. Hay juegos que terminan en lágrimas.
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Entramos
al Colegio Mariano, al mismo salón. Todas las estudiantes mujeres. Ahí te noté
diferente. Esa manera en la que leías los Salmos. También cuando la maestra te
pedía que dieras lectura a La Batalla de Waterloo. La forma de seguir las
palabras, tu lenta forma de separar las comas. Tus silencios en los puntos y
aparte.
El
cabello se te fue aclarando y lo dejaste crecer a la cintura porque los
peinados de la secundaria católica son muy estrictos. Así, al menos, llamo la
atención, dijiste. Y yo te respondí claro que llamas la atención, Estela. Mira
cómo se te agrandaron las caderas y esos topes que no se disimulan debajo del
chaleco. Todos te voltean a ver, estoy segura.
Y yo te miraba, Estela.
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Me hubiera gustado que las nuevas formas de tu cuerpo fueran sólo para mí y que no las notara Abelardo, el nuevo maestro de matemáticas. No olvido la mañana en la que entró al salón con la vista en el piso, un nudo de corbata malhecho y la camisa azul a medio fajar. ¿Qué edad tenía? Eso debes saberlo bien. Yo le calculé entonces unos veinticinco. Y cuando levantó los ojos, te miró directo a ti, a tu labio superior de mandarina.
Soy
Abelardo y soy su maestro sustituto. Mi mamá se enfermó y no va a poder darles
clase en dos semanas. Las monjas me dieron permiso de estar aquí en este
tiempo, es un favor especial.
Las
risas de las muchachas, las miradas de unas a otras y yo me reí con ellas
porque parecía un bicho raro, una ballena en el desierto. Te pensaba decir qué
ridícula manera de temblarle la mano al poner los números en el pizarrón, pero
tus ojos, Estela, no los olvidaré nunca.
Abiertos
y fijos, como de lechuza. Tus ojos que iban trazando rutas y los atajos en el
cuerpo de Abelardo. Nunca te vi mirar así a nadie. Ni siquiera a mí, el día que
nos fuimos las cuatro chicas al baño para hablar de confidencias. Para abrirnos
la blusa y quitarnos los corpiños. El día que decidimos comparar nuestros
pechos y te pusiste roja de la cara.
Todas
riendo, menos tú. Cruzaste los brazos como protegiendo tus senos de nuestras
miradas promiscuas.
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No sé
si esto está bien, dijiste cuando Ana y Luisa comenzaron a besarse. Cerraste
los ojos cuando la mano de Luisa comenzó a masajear los pezones de Ana. El
baño, ¿lo recuerdas, Estela?, parecía un horno. Yo podía imaginarme que el
vapor que salía de esas bocas al besarse empañaba el espejo. Que de pronto
nuestros uniformes se empapaban con ese deseo y que tus caderas anchas se
abrían para mí.
Me
acerqué a tocarte. Primero una mano. Susurré que no pasaba nada, que era un
juego. Abriste los ojos y me viste. No como a Abelardo. Tus ojos redondos, como
con miedo o vergüenza, mirándome a mí, como pidiendo disculpas. Y te besé el
labio que no sabía a mandarina, que no sabía a nada y que no he podido comparar
con ningún otro. Te mordí y dijiste ay.
Toqué
uno de los pechos y no me detuviste. Luego la pierna y una nalga. Tú no me
tocaste y cómo me hubiera gustado que al meterme los dedos notaras mi humedad,
la misma que todavía aparece cuando recuerdo la tarde en el baño del colegio.
No pasó de ahí, lo sabes. ¿Tan amigas como siempre, Estela? Tan amigas, Tita, no pasa nada. Son curiosidades de la edad. No es que no me gustes. Es que siento que mis preferencias son otras. Somos amigas y las amigas no se tocan, ¿entiendes? Es eso.
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Pero
ya no fuimos tan amigas como siempre. Te sentaste en otra butaca, ya no me
esperabas para irnos juntas después de clases y la cosa hubiera quedado ahí si
no te hubiera encontrado esa tarde en la fiesta de Luisa. Las cuatro chicas de
nuevo juntas en una pijamada.
Ana
trajo una botella que le robó a su madre. Tomaste tú y luego yo. Cómo estás,
Tita. Bien y tú, todo bien. Me dijiste que Luisa había prometido llevar hombres
a la pijamada, para despejarnos las dudas, para descubrir de una vez por todas
si nos gustaba lo duro o lo blando. Ana y Luisa de la mano y tú mirando hacia
la ventana.
Pasaba
de la una cuando escuchamos el choque de unas piedritas en el cristal. Ana se
asomó y susurró pásale, pero no hagas ruido. El aire entró al cuarto y ventiló
el aroma del alcohol, de los perfumes a fresa y a piña. Las fragancias de las
cremas que Ana nos prestó y que dejaban un rastro de luz en la piel, como una
aurora boreal.
Y ahí
estaba él: el maestro de matemáticas. Limpiándose las manos en la ropa. La
vista ya no en el piso como en el salón de clases, sino viéndonos el cuerpo.
Los pechos sin sostén detrás de las blusas de tirantes, mirando las licras
pegadas a los muslos.
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Qué
esperas, bruto. Ya quítate la ropa.
Ana y
Abelardo primos, nunca hubiera adivinado el parentesco.
Le
dije que esto no sale de aquí, ¿eh? Porque nos corren a todos. Así que shhhh.
Tu boca abierta, Estela, sin decir nada, los
ojos clavados en él como a diario desde la butaca, entrando en el laberinto que
creaste en el cuerpo de Abelardo.
Se
quitó la camiseta y los jeans. Luego el bóxer negro, dejando frente a nosotras
la erección firme, hinchada.
Bésalo,
Estela. O bésalo tú, Tita, dijo Luisa. Tus manos temblando y las escondiste en
la espalda. Tus ojos en el pene de Abelardo, el último callejón, la última
calle oscura en el mapa mental de su cuerpo. La cara suave y blanca que me
limpiaba las lágrimas de niña, desfigurándose de pronto.
Abelardo
impulsaba la mano hacia arriba y abajo con movimientos suaves, lentos, casi
dictados. Que lo beses, te digo, Estela. Y tú, dando dos pasos hacia atrás. Y
ellas que no salga de aquí porque le va a decir a todos y la que se arma.
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Bésalo
tú, Ana, dije. Y Ana se acercó al primo para besarle la boca y poner su mano
sobre la que se estaba balanceando. Ya, ahora vas tú, Estela. Pero fue él el
que se acercó a ti, decidido. Marcando los pasos en el suelo, tomándote de la
cintura, como yo debí tomarte y dándote un beso en el labio, ese que
secretamente me pertenecía.
Yo fui
la que no aguantó más y salió corriendo. Mi frente y mi pecho sudando y tu voz
gritándome que esperara. Me alcanzaste afuera de la panadería francesa. ¿Por
qué te vas? preguntaste. ¿Estás bien?
No te
me acerques, zorra. Zorra de mierda, dije. Y tus ojos Estela, tan tristes,
sorprendidos como si mi cara se hubiera transfigurado en la erección de
Abelardo. En mi cara no era el sudor, sino las lágrimas la que me resbalaban
hasta el cuello. Dije zorra y después lo grité, cuando te vi correr de regreso
a la casa de Ana.
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Y ya
nada fue lo mismo, Estela. No volvimos a hablarnos. Podía notar tu vergüenza y
mi enojo cada vez que teníamos clase de matemáticas. Tus escapadas cada vez más
frecuentes. Tus ausencias en las primeras horas de clase.
Luego aquel lunes donde se quedó tu
espacio vacío y el siguiente. La semana y el mes. Tu mamá nos contó que dejaste
una carta de despedida. Te enamoraste. Abelardo y tú, una menor de edad.
Prófugos en no sé qué lugar donde su amor no fuera imposible.
Pintura Ivana Besevic . Foto Archivo EP |
No
volví a verte, Estela. Pero hay palabras que me he guardado para ti y que quiero
decirte porque me carcomen la memoria. Esa noche en la casa de Ana, yo no
habría besado otra boca que no fuera la tuya.
Ni esa
noche, ni ninguna.
Samanta Galán Villa
Samanta
Galán Villa. Nació en Moroleón, Guanajuato, México (1991). Es una de las jóvenes Escritoras Mexicanas más prometedoras. Buena parte de su obra narrativa se ha publicado en medios
como la revistas: Sputnik, Neotraba, Pez Banana, Monolito... al igual que en el
periódico oaxaqueño El Imparcial. Ha sido invitada a distintos eventos literarios. Actualmente, continua su trabajo literario en el Centro Mexicano de Escritores, y forma parte del taller de escritura
creativa Mil Gotas, impartido por el poeta Carlos Vicente Castro.
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