Luis Echaniz en el Horizonte de la actual Literatura Argentina (Relatos)✅ - Edgar Promociones

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domingo, 3 de abril de 2022

Luis Echaniz en el Horizonte de la actual Literatura Argentina (Relatos)✅


 Luis Echaniz en el Horizonte de la actual Literatura Argentina (Relatos)

Foto Archivo EP




Imo’ã rei

 

 

 

Los imoarenios vivían en un mundo que se sostenía por su imaginación. Los árboles, las plantas, los hongos, los animales. Estaban ahí, porque alguien los evocaba. Absolutamente todo lo que los rodeaba eran las imágenes mentales que otros de ellos proyectaban. No siempre sabían quienes eran a cada momento. Pero esa certeza tacita de que el creador de su realidad era otro como ellos les reconfortaba.

 

Podría decirse que, a lo largo de su historia, esto no siempre había sido así. En un primer momento, temían de su capacidad innata. Se censuraban acerca de que estaba bien o no imaginar. Si algunas proyecciones eran o no éticas. Si debían prohibirse las que no pudiera ser reales. Pero, sobre todo, si su dios dejaría de imaginarlos como castigo por usar su don de maneras incorrectas, condenándolos a la desaparición.

 

Aquello llevo a otro enorme debate donde se cuestionaron acerca de lo que podía o no podía ser correcto. Las preguntas sobre dios y la misión con la que había imaginado su mundo los ponía siempre en jaque, los coaccionaba. Y con el tiempo también lo hizo con todo lo que proyectaban a su alrededor. Los edificios, las casas, las estaciones del año, los días, las noches. La propia estrella que imaginaban dándoles calor. Todo estaba siempre sesgado por ese halo de; lo que, tal vez, podría o no molestar a su dios.

 

La gente de Imo’ã rei, llego a pensar en algún momento que incluso aquel dios era imaginario y esto se volvió otro problema inmenso en toda su sociedad. Cuando se hicieron consientes de que esto podría llegar a ser un hecho. Comenzaron a cambiar totalmente su forma de entender su realidad. Algunos, dejaron de proyectar los templos, y las imágenes con un patrón consensuado y orgánico. Incluso con el correr de los años, hasta dejaron de hacerlo. Solo uno de ellos quedo en pie como una pieza arquitectónica mentalmente creada que les evocaba un pasado al que visitar, debes en cuando, como si de un museo se tratase. En el último templo ya no vivían dioses, si no, gobernantes. Uno de ellos para ser exactos. Uno que hacia las veces de líder espiritual y político.

 

Algunos años más pasaron y todos comenzaron a formar a su propio dios a través de sus imaginaciones. Los hubo de muchas formas. Cada uno creo al suyo a imagen y semejanza de sus anhelos, convicciones y, sobre todo, de sus carencias.

 

Dios comenzó a ser para los imoarenios, una especie de mascota. Una perfectamente creada a gusto y placer de cada mente imaginativa que lo evocaba. Todos tuvieron sus dioses de diseño y los presentaron mostrando que podían hacer y como les volvía sus días cada vez más felices.


Para alguno era música, para otro era literatura. Los había también de los que lo entendían como el amor más puro y lo imaginaban rodeándolos en todo lo que hacían.

 

Los pobladores de Imo’ã rei, vivieron muy cómodos un tiempo de esta manera. Sin embargo, algo más sucedió en aquel mundo de ideas. Fue exactamente cuando un personaje que nadie se atribuyó haber imaginado se apareció frente al único templo de la vieja época que quedaban en pie.

 

El ser que parecía estar creado de rocas se presentó a sí mismo, como la personificación de la propia realidad y pidió para hablar con el representante más influyente de todo Imo’ã rei. El viejo imaginador del templo; un anciano que en sus últimos días no hacia más que esperar que la muerte le buscara, explico al raro visitante que el líder y sacerdote que vivía en su templo imaginario se encontraba en una finca cercana proyectando algunas figuras sagradas para los pocos fieles que aún asistían a sus celebraciones.

 

El ser de piedra dejo entonces a ese viejo montón de humo y se dirigió a la finca para encontrarse con el líder espiritual. Se lo topó flotando sobre los campos que otro pueblerino despreocupado había estado pensando a kilómetros de distancia. Entonces, acercándose, le increpo diciendo:

 

—Soy tu dios, el auténtico, el único, soy la realidad y vengo a advertirte que si tu pueblo sigue desviándose del camino voy a dejar de imaginarlos y todos van a desaparecer.

 

El vapor que formaba el cuerpo del jefe imoareño se volvió de colores rojizos, demostrando la enorme tensión que le produjo tal amenaza y precipitadamente respondió, algo aturdido. Atravesando tonos del colorado al naranja mientras intentaba calmarse.

 

—Siempre tuvimos miedo de que llegara este momento. Pero, con el tiempo nos sentimos lo suficientemente confiados como para dejar de sentirnos así. Pensamos que, como no te manifestaste jamás... tal vez, no existías.

 

—¡Existo!, estoy enfrente tuyo. Soy sólido, tangible y real. Evidentemente se equivocaron. Ahora van a tener que pagar por eso —comento, haciendo castañar las rocas de su cuerpo.

 

—Entiendo que estés enojado. Digo, supongo que dios también se enoja. No lo sé exactamente…

 

—¡Claro que me enojo! ¡Estoy furioso! Pienso castigarlos por olvidarse de su creador.

 

—Te pido disculpas en nombre de toda mi especie. Pero —El líder deformo su silueta redondeada de vaho a una triangular que se tornó amarilla y luego verde. Tomando valor explico al extraño frente a él, sus razones y la de su gente —, es que... realmente nos sentimos un poco solos. Nunca tuvimos una auténtica certeza de que estuvieras ahí. Hasta que un día pensamos; este mundo se sostiene y se modifica por lo que imaginamos, no por una realidad preestablecida. Es decir; nosotros creamos lo que es y no real. Fue ahí que nos dimos cuenta de lo absurda que sonaba la idea de que un ser absoluto y tangible estuviera fuera de nosotros.

 

—Lo que es absurdo, es ese pensamiento —dijo, haciendo vibrar las piedras que le rodeaban


—Si fuera así; ¿quién los habría creado a ustedes? Alguien tuvo que haberlos imaginado primero, ¿no lo pensaron?

 

—Bueno, en eso tenés cierto grado de razón.

 

—¿Cómo que cierto grado? Soy dios, ¡tengo razón! No necesito de tu confirmación.

 

—Perdón, claro. Entiendo. Pero, a lo que voy es que nos diste la capacidad de imaginar realidades. Entonces pensamos que, cada uno de nosotros podría crearte a su imagen y que no tenía sentido que existieras como algo fuera de nuestras proyecciones.

 

—Es increíble... en el pasado cree unos seres arbóreos que me volvieron su enemigo y me cambiaron por el amor —El extraño ser pétreo, ahora parecía hablar para sí mismo —En otro, me volví el tiempo y uno de ellos decidió ignorarme para que, con el pasar de los acontecimientos, todos acabaran siguiendo su ejemplo. Ahora, millones de años después. Me está volviendo a pasar con ustedes. ¡Es impresionante!

 

—Debe ser duro —comento, rodeando con algo de su hálito al extraño.

 

—Bastante…

 

—Parece que ni siendo dios uno es imprescindible para nadie.

 

—Odio admitirlo. Aunque así parece.

 

Permanecieron un momento en silencio viendo como todo a su alrededor cambiaba de colores y de formas. Generándose y deformándose. Los días en Imo’ã rei, siempre eran así de impredecibles. El líder, adopto el azul más confiado y acopiando el humo que le formaba pregunto finalmente;

 

—¿Nos vas a desaparecer a todos entonces?

 

—¡Debería! —Sus rocas se acopiaron presentándolo amenazador o al menos, intentándolo.

 

—¿Fue lo que hiciste con esos otros mundos de los que comentaste? —pregunto, volviéndose tan cian como sus dudas.

 

—No fue necesario. En todos los casos se me adelanto alguien o algo —las toscas antes tan amenazadoras que lo formaban se volvieron a soltar sincerando su resignada forma a un montón de rocas desordenadas.

 

—Entiendo, eso debe ser igual de frustrante. Ser dios no parece un trabajo cómodo.

 

—Para nada…

 

—Si te sirve de consuelo. Yo tampoco tengo mucho control sobre las cosas que evoco. Empiezan como una idea y después se vuelven bastante libres.

 

—¿Cómo lidias con eso? Yo llevo millones de años tratando de entender como.

 

—Bueno… —mientras respondía, los colores en su cuerpo comenzaron a cambiar por todos los del arcoíris —creo que es imposible. Las ideas nos son propias, hasta que las liberamos. Una vez afuera, toman forma por si solas. Hay veces en las que incluso te confrontan.

 

—¡Qué desagradecidas!

 

—Bastante, sí. Por ejemplo; el anciano del templo —continuo diciendo formando con su figura una flecha en dirección a la imaginaria construcción.

 

—Lo vi al venir, sí. ¿Qué pasa con, él?

 

—Creo ese edificio porque sentía nostalgia de uno que vio imaginado en su infancia. Lo que fue un pasatiempo, se convirtió en toda su vida. Y ahí se quedó, contemplando eso que había creado. Lo cual era una burda copia de algo que otro había hecho antes. Pero a lo que voy es que; no se apartó de ahí jamás. El templo nunca le dio las gracias por haberlo manifestado. Incluso hasta cierto punto, se llevó lo que le quedaba de vida.

 

—Supongo que debería borrarlo y seguir —la corporalidad de ser rocoso se desgranaba creando formas gráciles y virtuosas. Evidentemente, estaba más calmado y concentrado en la charla —, ¿qué le detiene?

 

—Nada en particular. Simplemente, no puede.

 

—¡¿Por qué no?!

 

—Porque uno vive de las ideas y muere con ellas.  Supongo que es complicado de entender para alguien infinito e inmortal como vos.

 

—Eso parece… me cuesta entender lo que me explicas. Aunque creo poder sentir esa misma sensación de la que hablas. Uno cree que crea por voluntad, pero son las creaciones las que terminan dándonos esa voluntad. Estoy tan condenado a crear como ustedes a ser finitos.


—Supongo que yo tampoco puedo entenderte. Pero claramente cambiaria mi finitud por tu condena sin pensarlo un segundo.

 

Las formas de ambos estallaron en una nube de vapor multicolor, desordenada y en una lluvia de rocas, respectivamente, unas cuantas veces. Hasta que volvieron a su estado normal. A ambos pareció causarles gracia el comentario del sacerdote de humo.


Aprovechando lo ameno que se había tornado todo, este aprovecho para retomar la palabra:


—De cualquier forma y volviendo al viejo del templo; a todos nos llega la hora. Sea en la muerte, en el olvido o vaya uno a saber en qué. Cundo nuestro amigo anciano se esfume. Cuando le toque dejarnos definitivamente y estimo que no falta mucho para eso, él se va a ir con su creación y eso habrá sido su legado.

 

—Pobres de nosotros, los imaginadores.

 

—Pobres… sí. Pero, volviendo al tema principal de nuestra charla ¿seguís con ganas de borrarnos?

 

—Muchas.

 

—¿Qué te detiene?

 

—Supongo que...

 

Antes de concluir su respuesta, el dios de las rocas escucho un temblor cercano que lo detuvo. Sorprendido, se volteó en dirección al viejo templo del anciano. La inmensa obra que se elevaba a lo lejos, parpadeo vibrando en un mar de colores que fueron apagándose poco a poco. El viejo murió y con él lo hizo la creación de su vida.

 

El dios de piedras, observo la escena junto a su vaporoso compañero imaginario y tuvo miedo. Tal vez si dejaba de pensar en Imo’ã rei, también ella dejaría de pensar en él y acabaría derrumbándose como aquel edificio.

 

Sintió una gran inseguridad, por primera vez en millones de años, entendió que todo en su mundo era la proyección de alguien más. Que nada surgía de la nada, ni siquiera  él. Y eso, lejos de tranquilizarlo lo lleno de terror. Al creador le fue imposible inferir, quien los estaría pensando en ese momento. 

 

Aturdido por la revelación, respondió finalmente al ver la impaciencia en los colores que formaban a su interlocutor. Habían pasado del magenta al gris, entrañando la más dolorosa de las angustias. Y lo hizo con unas palabras que se oyeron como las de un ser tan mortal y efímero como el vapor de cualquiera de ellos y ya no tanto como un dios sólido y formado de rocas.


—… el miedo de que al dejar de pensarlos, yo también desaparezca.

 

—¿Pueden los dioses desaparecer?

 

—Incluso los dioses dejamos de existir si nadie cree en nosotros.

 

 

creó


Foto Archivo EP





Trozos de amor inmaduro...

 



Fragmento Primero

 

Hoy mientras tomaba unos mates por la mañana junto a mi gata, escuche algo por de mi ventana; una señora le decía a otra que no podía creer lo inmadura que se ponía su hija cuando estaba con su novio. Que parecía una niña de jardín de infantes. En su queja daba a entender que el amor para ser correcto debía ser sensato o maduro, al menos a cierta edad.


Mientras seguía tomando algunos mates más me pregunte; ¿qué hacía yo de pequeño cuando me sentía atraído por una chica del jardín? Es decir, ¿qué hacía cuando se me permitía ser inmaduro sin señalarme por eso? Fue entonces que comencé a recordar.

 

Fragmento Segundo:

 

Volví al presente, cebe otro mate, observe a mi gata y como si ella pudiera leer mi mente, le pregunte:

 

—¿No es eso el amor?

 

—¡Miau! —respondió entre parpadeos risueños.

 

—¡Ajam! —le dije, llevando la bombilla a mis labios.

 

Ella ronroneó y se restregó un poco en mi mano lanzando otro suave maullido que sonó algo más inquisidor que el primero.

 

—¿Meu?

 

La observé, y con el rostro confundido le respondí.

 

—No, no me acuerdo como se llamaba…

 

Intenté evocar ese nombre y tuve otro flashback de ambos jugando a las bolillas en el suelo terroso de alguna calle de barrio. Nuestras rodillas espolvoreadas de tierra, nuestros rostros concentrados en la efímera competencia que no era más que otro pretexto para estar juntos. Un subterfugio infantil tan válido como cualquier otro. Uno que ambos respetábamos apegándonos al papel de jugadores. Compitiendo entre burlas amistosas y roses desinteresados que nuestra motilidad pueril impulsaba acercándonos con cada nuevo lanzamiento.

 

Fragmento tercero:

 

El termo dejó ir un chorro delgado de agua que se desmembró a sí mismo formando un hilo de vapor transparente en el aire calmo de la cocina. La gata observó esa columna subir y le lanzo un certero zarpazo para volverlo una nube a su alrededor. Contenta de su destreza matinal, volvió a echarme un vistazo encontrándose con mi imagen tomando el verde recién cebado y con sus pupilas verticales rodeadas por el vapor que se desintegraba a su alrededor, pareció preguntar:

 

—Entonces, ese amor inmaduro de la niñez. ¿Es más sano que el que experimentas hoy, en tus treinta?

 

Medite la pregunta, me estire y volví a mi infancia para analizar la respuesta dejando el mate sobre la mesa unos segundos.

 

Nos vi ahora en un grupo, otros niños y niñas, jugando con ella. Otras niñas y niños, jugando conmigo. Ninguno celando al otro. Todos unidos en una ronda cantando vaya a saber que canción. Mientras la maestra jardinera aplaudía llevando la comitiva. Cada tanto ella me veía y yo sonreía. Cada tanto yo la veía y ella sonreía también. No parecía haber ningún tipo de imposición o espera del uno sobre el otro. Solo esa gratificación de vernos contentos y siendo parte.


Fragmento Cuarto:

 

—Puede ser…—le respondí aclarando mi garganta.

 

La felina camino por la mesa, bajo a mi regazo, se restregó en mi vientre y haciéndose un bollito oscuro se dispuso a descansar mientras liberaba un largo suspiro que me dejo pensativo. Pareció preguntarme, entrecerrando sus ojos:

 

—¿Hay diferencia realmente en como amabas cuando eras un pibito, a como amas ahora, de grande?

 

—Bueno…

 

Comencé diciendo, pero interrumpí mi respuesta tratando de hilvanar todos los recuerdos que ahora invadían mi mente algo más despierta. Si analizo que hacía cuando era pequeño y estaba enamorado podría decir que, básicamente; le mostraba algunos juguetes, Jugábamos, corríamos y nos escondíamos por ahí buscándonos mientras armábamos alguna historia imposible en la que éramos los protagonistas de la salvación de algún mundo de fantasía. Con el tiempo, como no éramos tan consientes, o bien no estábamos tan enajenados por lo que nuestra sociedad esperaba de los que aman. Todo se reducía a eso, a una amistad linda que no sabíamos muy bien como nombrar. Y la verdad tampoco importaba. Porque lo pasábamos bien. Y, a decir verdad, nunca tuve muchos juguetes tampoco. Así que ese querer estar, era bastante genuino por parte de mi compañera de juegos de aquel momento.

 

 Fragmento quinto:

 

—Creo que…

 

Antes de responder definitivamente, cebé otro y la vi estirarse en mi falda. El remoloneo diurno de la fiera casi tuvo un final poco grácil al contornearse peligrosamente con el borde de mis piernas. La vi ensayar un tambaleo que la volvió a posicionar adecuadamente, salvándola de una graciosa caída. Como queriendo dejar de lado su momentánea torpeza, maulló preguntando finalmente para distraer mi atención.

 

—¡Miiauuuu!

 

—Sí —respondí entre risas —, no me olvide de la pregunta. Nada más estaba pesando.

 

La ayudé a bajar de mis piernas y la vi observándome mientras sé lamia su pata izquierda. No dejaba de lanzarme miradas cada tanto, expectante de mi respuesta.

 

 Fragmento sexto:

 

Antes de conformarla volví a mis cavilaciones e intenté preguntarme como había ido evolucionando con el tiempo en mi vida todo esto de amar y vincularme. Pensé; perfecto, es lógico que ya en mis treinta me relacioné de formas mucho más complejas, rebuscadas y dignas de mi supuesta madurez. Bueno, la verdad es que no… si lo pienso detenidamente no hago más que hablar de música, películas, libros o de inclinaciones políticas que amo u odio. Puede que incluso hasta hable de sexo. Siempre en ese tono que uso cuando me desvinculo de una anécdota. Ese que claramente hace que sea evidente que hablo de mí mismo. O bueno, de una versión bastante recortada para la ocasión, de mí mismo.

 

¿Qué representan eso hoy, en mi vida adulta? Pues, entretenimientos, escapes, juguetes…, personajes que armo de mi persona sujetándola a alguna figura ficticia sobre la que proyecto anhelos y convicciones que no distan tanto de eso que hacía con mi amiga cuando le mostraba mis autitos, muñecos o armas de fantasía.

 

Solo que ahora, tal vez creo entender de membretes sociales y no me cuesta tanto etiquetarme para que el otro sepa que esperar de mí y viceversa.

 

Fragmento séptimo:


Esta charla de sábado con mi gata, entre mates y recuerdos de infancia. Me llevo a considerar que en el amor siempre existe un componente lúdico que nos hace actuar como niños. Que es prácticamente imposible tratar de ser maduros si realmente se ama. Y que, por tanto, independientemente de la edad que uno tenga al sentirse invadido por ese sentimiento, lo va a hacer sin un ápice de madurez.

 

Pero, después de todo ¿quién quiere ser maduro y sensato, si en su lugar puede jugar a las escondidas con un presente tan oscuro como este?

 

Seguramente, la vecina tenía razón. Tal vez haya algo reprochable en enamorarse como un chico a cierta edad. Aunque, al menos yo por mi parte, aún quiero conservar algo de esa inmadurez y seguir jugando a salvar al mundo.

 

Fragmento octavo:

 

La gata leyó en mis ojos la respuesta y se volteó hacia su plato de comida. Yo seguí recordando a mi querida compañera sin nombre, mientras echaba las ultimas gotas de agua sobre el verde y húmedo colchón que formaba la yerba en el interior del mate. Mi amor inmaduro se escapó de mi alma en la forma de un suspiro mañanero que se anudó al tibio vapor para salir por mi ventana. Libre ya de las garras de mi gata y del inclemente juicio social de mi vecina. Me gusto imaginar, en ese intimo momento, mientras sorbía el ultimo amargo, que escapaba para tornarse nubes con algún otro resto de humedad. Nubes que en forma de lluvia llegarían a golpear los cristales de su ventana, invitándola a buscar formas en las gotas, como hacíamos las tardes lluviosas cuando no podíamos salir a jugar afuera.

 

Fragmento noveno:

 

Es bastante probable que todo esté imaginario sea otro constructo infantil y falto de veteranía por mi parte. Pero aun así, no me arrepiento. Sin duda que hay inmadurez en ciertos amores, pero esa inocencia fugaz es lo que los vuelve tan inolvidables e inmortales como para perdurar en el tiempo por vastas eternidades. Incluso tantas, como para que una mañana como está, un simple treintañero y su gata los recordaran entre mates.

 

Está comenzando a llover, me acerco al ventanal y lo cierro para evitar que se moje el interior de la casa. Las gotas acarician el vidrio dibujando formas de agua que nublan el exterior invitando a mi imaginación a recordar. Hoy, me gustaría creer que; en algún lugar no muy lejano de la ciudad, ella también juega con las gotas de sus ventanas a desempañar algún recuerdo de infancia. Instante que de seguro, el vapor tibio en el alma de algún montón de yerba, estará volviendo a empañar.

Foto Archivo EP




Melania

 


 

 

Melania está de pie junto a una vieja silla de madera de ébano en su celda. Su rostro se refleja sobre un enorme charco carmesí que se extiende a sus pies, en la penumbra de la habitación débilmente iluminada. Las palabras que escribió en las paredes ahora son apenas visibles, asemejándose a desgarros de una bestia de antaño en fríos muros pétreos de alguna caverna olvidada. Frente a ella yacen tres cadáveres desfigurados y frescos; la sangre mana de ellos como si fueran toneles de vino. Los cuerpos han sido mancillados duras y repetidas veces por una afilada hoja que descansa de su extenuante actividad en las cálidas manos de la muchacha, en cuyo rostro; se aprecia un semblante decidido y tranquilo.

 

Tal vez sea oportuno rememorar eventos acontecidos en otro presente, para comprender cómo es que, en este ocaso, todo se refleja de un tono escarlata en contraste con el fluido que tiñe el suelo de la habitación.

 

Los padres de la joven le enseñaron de pequeña lo que se esperaba de cada persona. Las buenas gentes siempre permanecen sujetas a las buenas costumbres, de esta manera se forjan como personas de bien. Pues, si transgreden sus límites se internan en las tinieblas, fuera de la creación impoluta y sagrada. Lugar donde los demonios, los dragones y toda clase de ánimas hambrientas devorarán los corazones de los transgresores.

 

Tal fue la niñez de Melania que siempre estuvo apuntalando sus enseñanzas entre la complacencia injustificada hacia sus padres y el miedo obtuso hacia lo que podría pasar si esta obediencia se ausentaba. Más si alguna vez por azares o deseos no controlados tenía la impericia de desviarse, la culpa atacaba su corazón carcomiendo todo indicio de autoestima dejando solo pena por no ser lo que la norma dictaba que ella debía ser.

 

En su pubertad la joven había sido exhortada a permanecer en la luz. A caminar sus días bajo la atenta mirada auspiciosa de su familia, de sus amistades y del común denominador de la gente, aparentemente de bien, que la constreñía a llevar todo de cual o tal manera. Sin embargo, desde hacía un tiempo en su interior se suscitaban dos posturas intrínsecas y antagónicas que se debatían por influenciar su conciencia. En ese entonces aceptó a una de ellas por encima de la otra por ser la que más en comunión se encontraba con el sentido común que le rodeaba. Esa luz bien recibida buscó en más de una ocasión eclipsar la que le rodeaba. Esa luz bien recibida buscó en más de una ocasión eclipsar a contraparte sin lograrlo. Cuanto más placer sentía por complacer a su entorno en la luz, más miserable se sentía internamente por no poder desplegar parte de su oscuridad.

 

Con la adolescencia este estado no hizo más que acentuarse, esa negrura tan suya y tan vacía de cordura en la que se reconocía única y que su entorno encontraba como algo tan peligroso, la convertían en un ser de moral ambivalente. A los ojos de sus padres era benévola, amable, condescendiente, apegada a las costumbres y a las escrituras. No obstante, por dentro se deslizaban otros pensamientos que la movían por rieles invisibles a estaciones de odio, frustración, narcisismo. Sembrando en ella deseos de grandeza por encima del bien común. Vías sobre las que efectuaba viajes insondables en abismos de lujuria embriagada por pasiones brunas. La mujer que protagonizaba estos viajes de penumbras era libre en pensamiento y sentir, pero no en cuerpo o en acción.

 

Al margen del odio no expresado que sentía ante los exponentes opresores visibles de esta sociedad de falsa benevolencia, se odiaba a sí misma por no poder expresarlo. Por ser toda esta producción de tránsito interno, aún más por encontrarse a sí misma como un engranaje perfecto y aceitado de una maquinaria imparable de hombres o mujeres duplicados. Hijos únicos de la conformidad, amantes de la aceptación, sordos de su singularidad a oídos del trastornado y recalcitrante retumbar cacofónico que les rodeaba.

 

Esas voces en su cabeza habían evolucionado con ella advirtiéndole que el mundo perfecto en que vivía no era más que una celda. Que todo era parte de una enorme cárcel que encerraba el pensamiento crítico, reprendiendo su mente, acusando su individualidad de ser solo deseos oscuros. A su vez, a su alrededor no veía cómplices de esta revelación. Todos continuaban viviendo el día a día en sus cárceles sin oír aquel grito de libertad que les llamaba desde las sombras. Así la soledad se fue acumulando en su interior acrecentando, noche tras noche, el abismo en el que se sumergía su ser.

 

Con el paso a la adultez Melania entendió que esa reclusión impuesta tenía guardianes. Estos acechaban constantemente su independencia, presentándose en diferentes formas: a veces en la culpa, otras en el miedo, otras en la vergüenza. En ocasiones estos celadores internos se mostraban en rostros ajenos como espejos móviles de su psiquis. Antes no lo notaba, pero si en esos momentos dejaba salir la oscuridad reprimida, sus sombras los avasallaban y la joven se emancipaba por momentos.


Hacía tiempo que la idea de enfrentarlos había comenzado a tomar forma. Así que esa tarde mientras el sol se ocultaba, tomó la iniciativa. Armada solo con el filo de su voluntad, los citó a los tres junto a ella. Uno por uno fue desgarrándolos, hasta convertir aquellos cuerpos antes tan autoritarios, en jirones sanguinolentos.

 

Cuando dejo salir la penumbra fuera de su celda; aquella habitación que amaneció limpia y segura en ese entorno controlado e impuesto, se desbordo en un mar de pasiones desenfrenadas que salpicaron, manchándolo todo. Donde sea que los ojos frenéticos de la joven se posaban solo veía caos y desorden. El escenario a sus pies era solo de su creación, sin nada deliberado, desligado de ataduras o itinerarios imperantes. Estaba todo tan roto, quebrado y fragmentado como el negro espejo de su alma. Pero ese reflejo era suyo y de nadie más. Toda la destrucción que su mano había llevado sobre esos cuerpos. Lejos de sobrecargarla o llenarla de tensión, la aliviaron. La hicieron sentir cierta tranquilidad. De alguna manera una cálida brisa pareció mecerla y las tinieblas que la envolvían comenzaron sentirse más agradables.

 

Al intentar pasar a través de los cuerpos algo más se presentó en su camino: en el centro de la habitación una niña de vestido blanco que se parecía mucho a como se recordaba en su infancia la observaba fijamente. En su rostro se mezclaban sentimientos encontrados que se debatían entre la sorpresa, el asco, pero sobre todo de reprensión hacia sus actos. Fue entonces que la joven comprendió que esa era la decisión más compleja, pero en aquel estado de resolución no dudo ni un segundo, desgarro también a la pequeña. Cuando la última gota de sangre terminó de inundar el suelo las puertas de su celda se abrieron de par en par y su oscuridad tiñó por completo aquel falso mundo de luz escapando de su reclusión.

 

Mientras atravesaba las rejas noto como detrás de sí ya no había cadáveres sino flores que brotaban de las sombras. Las palabras que antes arañaban las paredes adornaban su cuerpo formando trazos en tinta de variados colores y formas. Esas heridas que propinó sobre sus celadores ahora calaban ondas cicatrices sobre su piel. Pero sobre todo, la mirada cómplice de aquel régimen que vio reflejada en la niña que alguna vez fue…, ya no estaban ahí para juzgarla. Melania era libre, su oscuridad se había vuelto acogedora.








Primicias en carne viva

 

 


 

Lo recuerdo como si fuera ayer, uno siempre dice este tipo de oraciones incontrastables cuando se trata de eventos que marcan el alma. Es una certeza a medias esta de que, de los huesos para adentro, el tiempo se mueve de una forma de lo más peculiar. Pero, ¿qué les puedo contar yo del tiempo? Soy un director de redacción. Un humilde buscador de historias en un mundo lleno de cosas que contar. Alguien que corre a pies juntos, detrás de un escritorio, solo con sus dedos y ojos atrás de la noticia del día, sin verle la cara al sol jamás. Un ratón de redacción. Aunque, esta historia no va de mí, al menos no directamente, sino que va de mi compañero, Carlo.

 

Carlo era uno de esos fotógrafos que siempre tenían la fortuna de estar en el lugar y momentos exactos cuando las cosas pasaban, algo que, en esta profesión, se vuelve una habilidad extremadamente útil.

 

Carlo trabajó en la redacción del diario Impronta por unos cuantos años y se convirtió en el tipo de las primicias. Sus fotos llevaron a una humilde redacción de un par de empleados a ser uno de los periódicos más leídos de toda la capital. 

 

El tipo nunca fue una persona muy comunicativa, su trabajo no lo requería, y él jamás hizo algo que su trabajo no le pidiera. Podría decirse que Carlo era la personificación del fotógrafo periodístico. Un hombre que preguntaba con el teleobjetivo y dejaba que las imágenes contestaran.

 

Por ese entonces yo apenas era un redactor con una columna perdida en el rincón más oscuro del suplemento de policiales. Esto me hizo conocerle y ser parte, en ciertas ocasiones, de su capacidad para contar historias a través de las imágenes. Si habré agradecido las veces que me traía esos primeros planos de las víctimas. Esos baños de sangre tan perfectamente encuadrados que fueron, son y serán tan comunes en esos espacios donde nadie se anima a caminar por voluntad propia. Esos donde los pies descalzos le rehúyen a la oportunidad perdiéndose en los vicios que enmascara el hambre.

 

Carlo llegaba a esos mundos subterráneos y los destripaba a fuerza de capturas para que los que teníamos la vida un poco más resuelta, podamos hablar de lo mal que se vivía ahí donde no queríamos ni mirar. Carlo era una especie de superhéroe mudo y contemporáneo. Un adalid de la verdad que manipulaba las miradas y las llevaba de paseo por donde de verdad valía la pena posar los ojos.

 

Las cosas, sin embargo, se volvieron extrañas a raíz de cierta gama de sucesos que se suscitaron sin que nadie los pudiera prever. Una tarde como cualquier otra, llegó a la redacción con un brazo vendado y, ante la preocupación de todos, argumentó que se había caído.

 

Con el tiempo, otras heridas se sumaron a esta. Viéndoselo vendado en otras partes de su cuerpo. Tamaña sorpresa fue la mía en una tarde calurosa de verano, cuando lo observe abrigado completamente e intente preguntarle si no sentía calor, obteniendo una simple y cansada sonrisa como respuesta.

 

Carlo comenzó a presentar cierta dificultad para caminar, un tiempo después, llegándose a verlo cada vez menos por la redacción. Las fotos, no obstante, seguían llegando y cada vez en mejor calidad. Por lo que, a los directivos del diario por ese entonces, poco les importó esta consecución de eventos anómalos en cuanto a su integridad física. Yo, aun así, siempre intuí que había algo más.

 

Mis dudas no hicieron más que crecer cuando sus apariciones por las oficinas se redujeron a cero. Ocasión que me llevó a preguntar al, por entonces director editorial, si había algún problema grave con su salud. Recuerdo que el viejo Linares no hizo más que sonreír mostrándome unas instantáneas de un incendio perfectamente enfocadas al tiempo que me decía; “¿esto te parece tener problemas de salud?”.

 

Esa vez, pensé; “Carlo se ha estado volviendo tan anónimo como la gente que aparece en sus fotos”. La idea me angustió tanto que esa misma tarde decidí ir a su casa. Tome la dirección de la oficina de recursos humanos. Creo recordar que me excuse diciendo que tenía que verlo personalmente porque no respondía las llamadas y debía cerrar un artículo esa misma tarde. Es notable como, en los entornos de trabajo, las únicas excusas que sirven son las de índole laboral. De pronto el producto se vuelve más importante que la persona.

 

Tengo clara la imagen de su casa, ubicada en las afueras de la ciudad a unos sesenta minutos de las oficinas de Impronta. De encontrar la puerta entreabierta y de haber golpeado las manos antes de animarme a entrar por mi cuenta. De sentirme sobrecogido por la oscuridad del lugar y por el olor a carne podrida que llegaba desde el interior. Por la mala espina que me dieron las vendas rojas que vi tiradas por toda la casa y, sobre todo, del pavor que me supuso la colección de fotos que había pegadas por toda la casa, junto a su máquina de fotos tirada a un lado solitaria sobre el suelo.

 

De Carlo no había rastro alguno, solo una colección de fotos que presentaban a un hombre vendado al completo. Una suerte de momia moderna y ennegrecida por la sangre. Otras tantas que se observaban del mismo personaje con zonas de su cuerpo parcialmente descubiertas. Presentando heridas y mutilaciones horribles en todas sus extremidades. No pude, en ese primer vistazo, hacerme una idea de lo que pasaba, aunque mi cuerpo lo intuía. Solo quise pensar que se trataba de otra de esas primicias que mi compañero tenía tan buen ojo para encontrar. Inmensa fue mi sorpresa al caer en la cuenta de que, mientras observaba obnubilado de terror las imágenes, un cuerpo despellejado y sangrante se acercaba a mí, arrastrándose.

 

Al percatarme de su presencia me quede helado de horror y no atine a nada más que a observarlo con absoluta repulsión. El mutilado carecía de piernas y sobre su cuerpo podían verse órganos expuestos y huesos raspando sobre el piso de cerámicas blancas sobre el que se desplazaba. Creí que iba a atacarme, a lastimarme o a intentar hacerme daño de alguna forma. Pero nada de eso sucedió, solo siguió deslizándose sobre su vientre hasta pasar a mi lado. Tomó entonces la cámara que había estado en el suelo todo este tiempo, la agarró entre sus manos huesudas y mientras arrancaba uno de sus ojos para comérselo, se tomó la última foto antes de caer exánime.


La historia de Carlo es otra de esas extrañas primicias de la capital. Hoy, a la distancia, y con unos cuantos años de sesiones de terapia encima, puedo contarlo. Sin duda, el tiempo se mueve de una forma muy peculiar de los huesos para adentro. Carlo fue, sin lugar a dudas, el mejor fotógrafo que tuvo Impronta. Uno de hecho, tan bueno, que incluso llegó a ser primicia.

 

Foto Archivo EP




Luis Echaniz



Soy Luis Echaniz, escritor amateur de la provincia de Entre Ríos, de Concepción del Uruguay, más exactamente una ciudad ubicada en Argentina.

 

Desde siempre he sido un enamorado de las historias y de la creatividad a la hora de presentarlas ya sea en del cine, del arte plástico, de la música y, sobre todo, de la literatura.


Con esfuerzo, autogestión y el apoyo de más de un colega, he logrado publicar algunos cuentos y relatos breves en convocatorias a través de internet. Publiqué, además, dos novelas cortas a puro pulso y ahorro de manera independiente con editoriales pequeñas. Una de ellas, alcanzó cierta popularidad en Amazon, llegando incluso a tener una adaptación libre por parte del podcast chileno nitancultospodcast. A la otra, de a poco, la estoy haciendo conocer.


Mis temáticas suelen estar relacionadas con el existencialismo, la psicología, la filosofía y la vida en las urbes. Siempre atravesadas por la mezcla de géneros. En general intento contar historias de manera original y sin perder la esencia de mi tierra, por lo que suelo apelar a maneras creativas de presentar y contar los hechos. Esto, más de una vez, es tomado como una forma poco ortodoxa de relatar por ciertos espacios literarios, yo me siento cómodo buscando esa diferencia, sea que a veces logre plasmar el mensaje o no, siento que la literatura está ahí, en la creatividad.



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