NO TODOS LOS BARES QUITAN LA TRISTEZA✅
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La verdad es
que yo, él, me, se, sentía culpable. Ella era extraordinariamente bella,
deseable hasta el paroxismo, pero era sobre todo ese aire de distinción, ese
que suelen tener las aristocracias criollas, el que la hacía fascinante. Cuando
no estaba ebria, claro, pues de lo contrario su don de beldad se transformaba
en infernal y atemorizante, ya que, aunque su belleza se mantenía y hasta se
exaltaba, en mí, en él, en Roberto, se encendía una alarma que le decía que por
hermosa y sexy que pudiera ser Luz Marina de la Rivera y Robles, podría
fácilmente llevarlo al infierno y no precisamente al paraíso de su cuerpo, que
él anhelaba. Y lo grave era que ella, la mayoría de las veces estaba con tragos
demás, y entonces lo demoníaco predominaba, aunque, a pesar de ello, su fe en
poder tirársela, se mantenía incólume. Pero ya no era así, ahora Roberto le
escapaba. Ya había tenido y sufrido varios escándalos cuando ella pasaba, casi
repentinamente de la lucidez a la ebriedad y él entendió que ella era capaz de
cualquier cosa, menos de acostarse con él, cuando la mente se le oscurecía por
el alcohol. Pero él se sentía culpable, pues en cuanto la descubrió al poco
tiempo de llegar a vivir a su nueva casa, frente a la ostentosa pero decadente
mansión de ella, sintió que el sexo con esa hembra alucinante, podría ser un
hito en su vida de galán empedernido. Entonces la buscó, entonces le habló y
ella estaba sobria y encantadora; entonces la invitó a tomar unos tragos esa
noche, y ella le dijo que iría con gusto.
Esto y mucho
más, Roberto recordaba en medio de esos relampagueos de luz que se le cruzaban
en la consciencia del presente. No entendía, sin embargo, por qué se le
mezclaban el “yo” y el “él”, en el torrente del recuerdo. No comprendía si se
estaba recordando a sí mismo, o a otro Roberto que era igual a él; que era él
mismo.
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Así vio, y
eso fue sólo un instante, que esa primera noche la llevó al Saint George, un
elegante Pub donde él solía ir con sus amigos y en el que había enriquecido su
historial erótico con algunas bellas damas y otras, no tanto. Del Pub al motel,
solía ser un trayecto más o menos regular en su vida. En esa su vida en la que
bordeaba los treinta años, en la que había logrado más de un éxito económico, en
la que su buena pinta y simpatía arrolladora le facilitaban el camino. Pero
Roberto era un hombre de bien, venía de una familia impecable de la clase
media, era responsable en sus acciones y era, también, de alma blanda. Su
pasión por las mujeres, era sólo un matiz destacado en la gama de sus atributos
y debilidades. Por eso, aquella noche, entró confiado y ostentando a la nueva
joya que creía haber conseguido. El dueño del bar, don Pablo, se acercó a
recibirlos. “Buenas noches, don Roberto, buenas noches, señora”, les dijo, y
los acomodó en una de las mesas, relativamente visibles en la semipenumbra del
local. Pasó la primera media hora, de una charla más bien insulsa, como solían
ser la mayoría de las que tenía en esas circunstancias, pero Roberto, que no le
quitaba el cuerpo a los tragos, se sorprendió porque mientras él se había
tomado tres whiskies, su compañera lo aventajaba con cinco. También se admiró
al comprobar, que mientras más bebía ella, más verdes e intensos se volvían sus
ojos enmarcados por su pelo negro. Un par de besos fugaces, logró robarle casi
quitándole el vaso de la boca, pero eso no aminoró su entusiasmo, pues él
pensaba que estaba en buen camino.
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Pero la
sorpresa de Roberto fue mayúscula, cuando ella, acabado su sexto whisky, de pronto
empezó a hablar de manera altisonante, arrastrada y ronca, demostrándole
palmariamente que estaba completamente borracha y haciéndole ver que sus ojos
ahora brillaban como el fuego de un soplete de acetileno. Ese incremento del
volumen de su voz y las tres palabras que dijo como para que la oyera el mundo,
“mierda, estoy borracha”, llamaron la atención de dos hombres que estaban en
una mesa cercana y que giraron un instante para verla. Entonces, el asombro y
el sobresalto de Roberto crecieron hasta lo inverosímil, cuando Luz Marina se
incorporó súbitamente y empezó a gritarles a los parroquianos que la habían
observado. “¡Qué miran ustedes, cojudos, hijos de puta!”. Roberto se puso de
pie, como impulsado por un resorte, para tratar de calmarla, y los hombres de
la mesa próxima hicieron como que nada habían oído.
La acción de
Roberto fue perfectamente inútil, porque ella se lo quitó de encima mientras le
vociferaba, “¡Vos soltame, mierda!” y continuó dirigiéndose a los otros y
también al resto de los clientes. “¡A ustedes les digo cabrones de mierda! ¡Qué
me miran, carajo! ¿Acaso creen que me pueden coger? ¿Eso creen, cojudos?
¡Pelotudos!”. Roberto intentó sentarla, pero ella tenía una fuerza superior y,
para culminar su acción, arrojó el vaso que tenía en la mano en dirección de
los primeros aludidos, pero el vaso fue a estrellarse contra la pared. En ese
momento Roberto logró abrazarla y hacerla sentar porque ella se aflojó y rompió
en un llanto amargo. Mientras tanto, todos los clientes del Pub se habían puesto
de pie. Roberto la sostuvo un momento entre sus brazos en tanto ella continuaba
con su llanto, y luego se levantó, pidió disculpas a todos los parroquianos y
al dueño del local, se apresuró en pagar la cuenta y logró sacarla, todavía
llorando, y llevarla a la casa de ella.
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En medio de
toda la confusión que ahora siente, Roberto no entiende por qué sus recuerdos
se le aparecen como si se los contara otra persona, como si no fuera él quien
los vive, como si fuera, ridículamente, absurdamente, el protagonista de una
mala novela.
Y los
recuerdos le vuelven, como fogonazos, como disparos en la oscuridad. Le costó
una eternidad hacerla entrar en su casa al regresar del Pub, le costó un
infinito el encontrar la llave de la puerta de entrada en la cartera de ella,
le costó una enormidad fingir ternura para convencerla de que entrara mientras
ella lloraba suavecito contra su pecho y le decía que no quería que su mamá la
viera en ese estado. Finalmente logró su cometido y cruzó hacia su propia
vivienda, maldiciéndose, diciéndose que era un idiota, que nunca más saldría
con Luz Marina, que ella podía tener la cara y el cuerpo más tentadores del
mundo, pero que, en realidad, era una loca de mierda.
Durmió como
pudo. Al día siguiente llegó tarde a su oficina. Al volver al mediodía a su
casa, temió encontrársela y claro, se la encontró, sentada, semioculta en el
minúsculo atrio que había frente a la entrada a su domicilio. Ella estaba
lúcida, radiante, desparramando una ternura y un desamparo absolutos.
“Perdóname”, le dijo ella en cuanto lo vio y la vegetal andanada de la luz de
sus ojos lo penetró como un clavo ardiente en el cerebro. “Está bien. No hay
problema”, le respondió él. “Pero, perdóname”, repitió ella que se había hecho
chiquita en su posición de sentada, mientras se tomaba las piernas con los
brazos. “Ya te dije que está bien. Te perdono”, contestó él sin ninguna
convicción, sólo para salir del paso. Ella se incorporó ostentando una sonrisa
enorme y clara como ese día paceño, con la alegría pura de una niña pequeña, le
dio un beso en la mejilla y se fue corriendo hacia su hogar, como si le
hubieran regalado una muñeca largamente soñada. Desde la vereda del frente, le
dijo: “Eres una ternurita”. Él, otra vez se sorprendió, tuvo un impulso
benévolo, hasta casi la perdonó de verdad. Pero enseguida reflexionó y se dijo:
“Ya veremos lo que pasa, pero es mejor que no te crea, perra de mierda”.
Al día siguiente, al mediodía, ella otra vez estaba en la puerta de la casa de Roberto, esperándolo. Nuevamente estaba angelical, impoluta, plena de ternura, amable o digna de ser amada, pero él, aún desconfiado, simplemente la escuchó hablar. “En ese momento la cagué”, pensó él, pero eso fue muchos días después. Aquel día ella, le contó que vivía sola con su madre, una anciana rígida y apegada a la tradición, que nunca salía de la casa y que, ocultándose, le echaba sus tragos y se embriagaba, sin escándalos, en el más absoluto recato. Pero claro, ella, Luz Marina, lo sabía desde siempre. El padre, el viejo minero aristócrata, descendiente de ricos mineros desde la época de la colonia, había muerto cuando Luz Marina tenía trece años. Se había caído a un precipicio en la Cordillera Real, donde tenía una de sus minas. “No lo sentí mucho, porque, aunque conmigo era cariñoso, yo sabía, lo había visto en actitudes evidentes, que tenía montones de amantes. Nos dejó, como es de suponer, montañas de dinero, que se van agotando”.
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Aquel sábado
salimos a pasear. Como si fuéramos jovencitos, la llevé al Montículo. Al estar
allí, con ella juvenil, aunque tenía 25 años, límpida y sin un mililitro de
alcohol en las venas, me sentí un poco ridículo. Pero mientras contemplábamos
la ciudad, seguí conociendo su historia. Me contó que, a los dieciocho años,
cuando empezaba a estudiar en la Escuela de Bellas Artes, se había casado, con
alguien de su alcurnia, obviamente. Se fueron a vivir a Obrajes en una bella
casa, y ella, aunque no sabía si lo amaba, tenía sus ilusiones. Ella no era
virgen, un joven pintor de la Escuela, pobre como una rata, la había
desflorado, en medio de sueños de grandeza y de conversaciones sobre Picasso,
Dalí o Klimt.
Su marido,
Jorge, ingeniero graduado en Francia, era un brillante conversador, amable, y
presumía de moderno. No dijo nada de la carencia de virginidad en su flamante
esposa, no había objetado ni una palabra a que ella continuara aprendiendo
pintura. Pero, en la cama, Jorge, era bastante pervertido y aunque a ella eso
le gustaba, no le agradó cuando ya durante la primera semana, en pleno viaje de
bodas, en un esplendoroso hotel de Miami, la sodomizó. A los pocos meses de
regresar, en la casona de Obrajes, ella lo encontró en la cama, con su prima
Marcella, que había venido desde la Toscana, de Pisa, a visitarlos. “La muy
puta llegó trayéndonos una reproducción barata de Veronese y unos libros de
Salgari, que ya habíamos leído en el tiempo de la escuela. La muy puta, más
torcida que la torre de su ciudad, puso cara de ángel del Renacimiento, cuando
al verlos tirando en mi cama, les armé un escándalo. El muy cínico de mi
marido, trató de calmarme, pero, como es lógico, yo terminé regresando a la
casa de mi madre, la putísima retornó a Italia y el puto de mi marido me rogó
durante algunos días, hasta que se conformó con el divorcio, porque yo le hice
la gracia de no pedirle ni un centavo’”.
Roberto
percibe, con alivio, que ahora está recordando en primera persona, que ahora él
es él, que ahora el “yo” se ha restituido. Luces centelleantes cruzan por su
mente, y otra vez todo se vuelve confuso.
El domingo
volvimos a salir, y yo la volví a ver bella y deseable. Hasta pensé que me
estaba enamorando de ella. Que el episodio horrible del Pub, había sido sólo
eso, un episodio. Que en realidad Luz Marina era un ser bueno e inerme, además
de ser inmensamente hermosa. ¡Cojudo de mí! Las palabras suelen ser tan
engañosas. Pero yo la oía, me compadecía, me deleitaba. Ella me dijo, que a
pesar de todo había continuado estudiando arte durante un tiempo, ya no. Que
tenía en su casa varias obras de su autoría, que algún día me las mostraría. Me
dijo también que ella no se enorgullecía de su vida actual, pero que sabía que
podría rectificarla y que lo único que no quería de nadie era compasión.
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Seguimos
saliendo. La llevé a algunos locales nocturnos. Ella pedía un refresco. Yo, para
apoyarla, pedía lo mismo. La veo besándome. La veo en la cama, conmigo. Su
cuerpo, toda ella, una maravilla para los ojos, la apoteosis de la forma. Su
entrega, su pasión, apenas un esbozo, un esfuerzo que no lograba su
culminación. Y luego, la invasión de la tristeza, la horrible sensación de
inconclusión. Su alma sumergiéndose en las sombras. Fueron dos veces. Ella lo
sabía así, sabía que el querer volver a vivir la pasión de la entrega, era un
intento condenado al fracaso, que algo, desde la oscuridad de su ser, se lo
impedía. Entonces me dijo: “Te quiero, y quiero darte lo mejor, pero no puedo.
No es la primera vez que me pasa. Desde que me divorcié, docenas de hombres se
acercaron a mí, me persiguieron como si fuera la Venus de Boticelli.
Todos querían
tirarme. Con algunos lo intenté, pero siempre salió mal. Hasta ahora, contigo,
hacía dos años que no me acostaba con nadie, porque había decidido no volver a
intentarlo, no volver a someterme al fracaso. Inclusive me hice atender con un
psiquiatra. Me dijo que, probablemente, mi problema se arrastraba desde el día
en que encontré a mi marido en la cama con mi prima, que habríamos de
superarlo. Pero el muy cerdo, a la cuarta sesión intentó cogerme. Le di dos
puñetazos en la cara y le grité que era un hijo de puta mal nacido. Desde
entonces dejé de intentarlo. Hasta ti, pero a ti también te he fallado. Quiero
hacerlo contigo, quiero hacerlo bien, como hace mucho tiempo, pero no sé si
podré superarlo”. De verdad, le respondí que se tomara un tiempo. Que yo esperaría.
Que de alguna manera éramos casi novios.
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Y como novia
la llevó a una cena en la casa de Yanika y Gerrit, unos amigos holandeses de
Roberto. Había allí otros ocho invitados, toda gente joven. Las cenas donde los
holandeses eran célebres y, sobre todo, el plato que ofrecerían esa noche que
ellos, en referencia a García Márquez, llamaban Macondo. Era una comida en base
de hongos, maravillosamente aliñados. Los anfitriones eran muy cordiales y,
para los ojos criollos, muy guapos. Trataban de integrarse a la sociedad
boliviana, hablaban un español perfecto y se deshacían en amabilidades con sus
convidados. Yanika, hermosa y de ojos azules, los recibió con cariño. Gerrit,
que estaba en la cocina, también fue muy amable cuando se integró al grupo.
Luego de comer, en la sala, con la mayoría de la gente sentada sobre
almohadones en el piso, se formaron pequeños grupos de conversación.
Yanika
hablaba con Roberto, hablaban del tenis, pues ambos solían jugar a veces
juntos, pero desde algunas semanas antes no lo habían hecho. Yanika tomó las
manos de Roberto entre las suyas y le dijo: “¿Dónde te has perdido? Te extrañé
todo este tiempo. Tuve que buscar otra compañía para jugar”. Luz Marina, junto
a él, alumbró un resplandor de ira en sus ojos verdes, y luego permaneció
obstinadamente callada, a pesar de que los otros dos trataban de introducirla
en la conversación. Yanika y Roberto, tenían vasos de Singani en las manos,
Luz, en cambio, bebía un inocente jugo de naranja y estaba cada vez más
reconcentrada. Un rato de esos, Luz se levantó y dijo que iría al baño.
Roberto, que hasta entonces había estado atento a ella, controlando
disimuladamente que no ingiriera una gota de bebidas alcohólicas, le sonrió
beatíficamente, como asintiendo.
Pero pasaron 10, 15, 20 minutos y Luz Marina no volvía. Roberto estaba inquieto, quería salir a buscarla, pero no se atrevía a ser desatento con Yanika. Entonces la vio aparecer, pero algo en su andar un poco sesgado, en la luz paralizante que lanzaban sus bellos ojos de esmeralda, le hizo entender que ella había bebido alcohol. Luz avanzó hasta el borde de la especie de círculo que formaban todos los invitados y desde allí, con la voz altisonante y arrastrada que Roberto ya le conocía, dijo como para que la oyera no sólo la gente de la sala, sino todo el barrio, toda la ciudad: “Oye Gerrit”. Este, que estaba conversando con un grupo en el otro extremo de la sala, giró hacia ella y le respondió, “dime Luz Marina”. Entonces, ella continuó, “te digo Gerrit, que tu mujer es una puta, que anda queriendo tirárselo a Roberto, si es que ya no se lo tiró antes en esos sus supuestos partiditos de tenis”.
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Un silencio
helado se apoderó de toda la sala. Yanika, la miró serenamente desde el
resplandor azul de sus ojos, y luego, con una inmensa nobleza, inclinó hacia
abajo la cabeza; Gerrit, con toda la corrección de que fue capaz, le dijo,
“siéntese por favor, señora” y, al mismo tiempo Roberto se puso de pie, todo
avergonzado, y pronunció casi como una súplica: “¿Qué te pasa, Luz Marina?”, a
lo que ella replicó con el rostro completamente deformado por la ira, “¡vos
quédate ahí, con tu puta!”, y mientras aluviones de llanto la arrasaban, siguió
diciendo entre sollozos entrecortados: “Puta, puta, puta”. Roberto no entendía,
cómo Luz, siendo tan bella, tan mansa, podía transformarse en un ser tan
maligno. La veía, a pocos pasos de él, arrasada por el dolor, sumida en su
inmensa soledad, sujetada por un mínimo espacio de conciencia que le hacía ver
el mal y que la colmaba de arrepentimiento. La escena que allí se vivía pasó
del asombro al patetismo.
Nadie osó
moverse, mientras Luz Marina que no paraba de llorar se abrazó y se inclinó
hacia adelante, generando una imagen de orfandad y sufrimiento que, a pesar de
lo sucedido, no podía dejar de conmover a todos, que la miraban entre el
desprecio y la piedad. Entonces, Yanika se incorporó y avanzó hasta ella y la
abrazó con ternura. Durante unos pocos segundos, Luz lloró sobre el hombro de
Yanika y luego se irguió, volvió a tensarse, se desprendió de su efímera
protectora y salió corriendo hacia el interior de la casa, gritando “¡me voy a
matar!”, “¡me voy a matar!”.
Todos se quedaron quietos por unos instantes y entonces Roberto corrió detrás de ella y luego casi todos los presentes se sumaron a esa carrera. La casa era enorme, pero no fue difícil encontrarla. El baño de visitas, tenía la puerta cerrada y desde fuera la llamaron y, al comprobar que no contestaba, intentaron abrir, pero la cerradura estaba trancada. Entonces Gerrit, que era casi un gigante, de una patada hizo saltar el cerrojo y junto con Roberto, se precipitaron adentro. El baño estaba vacío y la ventana abierta.
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Roberto, que
nuevamente se pierde en una oscuridad momentánea, se siente pensando y oye las
palabras del pensamiento. Otra vez, yo soy él, como si a mí no me hubiera
ocurrido la historia. ¿Por qué? ¿Qué me pasa? ¿Es que estoy dejando de ser yo?
Se me escapan los hilos de mí mismo, como si ya no pudiera manejar mi vida.
Entonces, de él mismo, integrado a su propio yo, le llegan los ecos de un
impreciso dolor en el abdomen. En ese momento, se esfuerza y se oye diciéndose,
¡quiero ser yo! ¡Quiero ser!
Me abalancé
hacia la ventana y miré hacia fuera, y miré hacia abajo. Allí, sobre el césped,
estaba tirada Luz Marina. La ráfaga de espanto que sentí, se me pasó enseguida,
porque la distancia no era ni siquiera de un metro y medio, pues estábamos en
la planta baja de la casa. Tuve ganas de reír por lo absurdo de la situación.
Todo, hasta la feroz escena inicial, parecía de comedia con ese final
irrisorio. Crucé la ventana y bajé hacia el enorme parque de la casa, me
acuclillé junto a ella, le levanté el torso y la apoyé contra mi pecho.
Entonces, suavemente, le dije “¿vamos?” y ella, con un hilo de voz, me
respondió “vamos”. Me despedí agitando el brazo a todo el gentío asomado a la
ventana y ellos me respondieron de igual manera, sin decir una palabra.
La llevé, abrazándola por debajo de la axila, hasta el auto. Todo el recorrido de retorno lo hicimos en el más absoluto silencio. Yo no sentía rabia, sentía tristeza. Ni siquiera me reproché mi estupidez, ni siquiera pensé en el problema en que podría haberme metido por sus injurias hacia Yanika. Traté de imaginar, qué pasaría luego entre Yanika y Gerrit, pero me consolé pensando que ellos tenían una relación madura que no sería erosionada por ese incidente, por perverso que pudiera ser. Sentía sí, una especie de honda compasión por ese ser destruido y silente que viajaba a mi lado, y tenía la certeza, de que no obstante sus luchas, sus intentos, era enormemente peligroso para mí. Pero también, durante el recorrer del vehículo por las calles nocturnas, sabía, y estoy seguro de que ella también lo sabía, que el sueño de amor había acabado. No la volví a ver, no la volví a ver durante dos meses, no la volví a ver hasta hoy.
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Él piensa
“hoy” y busca entre los recovecos de su conciencia oscurecida los
acontecimientos del hoy. Ve que es la noche y ve el frente de su casa. Ve
también, pero es en otro espacio, un rostro horrible y amenazante. Siente, otra
vez, un vago dolor en el vientre. No entiende cómo, pero cree que el tiempo se
le ha mezclado. No entiende por qué su propia historia se le vuelve elusiva y
él pierde unicidad. De nuevo, todo se ordena y ve que estaciona su auto, que
saca la llave de contacto y que los seguros de las puertas se destraban.
Entonces desde la oquedad en que el hoy se había sumergido, las cosas se van
iluminando, se le hacen memoria.
No sé de
dónde surgió, no la vi, lo juro, hasta el momento en que abrió la puerta y se
metió a mi vehículo. Tenía el rostro alienado, casi monstruoso a pesar de su
belleza, y una barra de metal en la mano. “Arranca el auto”, ordenó ella con
tono imperioso. “No te voy a llevar a ningún lado, le respondí. “Entonces te
voy a romper el parabrisas del coche y me pondré a gritar que me estás
violando”, respondió Luz, imperiosamente. El miedo me asaltó, porque la sabía capaz
de todo. Arranqué y le pregunté hacia dónde íbamos. Ella replicó que hacia la
zona sur de la ciudad, que quería ver los lugares donde había vivido. “Allá hay
varios lugares donde me puedes llevar a tomar unos tragos”, dijo casi con una
sonrisa.
No sé de dónde saqué el coraje, tal vez del cariño que me quedaba por ella, no obstante todo lo sucedido. “Prefiero que no tomes más tragos”, le contesté. Ella no respondió una palabra. Se limitó a abrir la enorme cartera que cargaba, y de allí sacó una botella de ron, la destapó y bebió un trago. “En previsión de tus escrúpulos, me preocupé de traer mi propio abastecimiento”, me lanzó ella. Luego se sumergió en el silencio. Pasamos por Obrajes, por La Florida, por Calacoto, por Achumani. Yo podía verla de reojo y comprendí que lo estaba mirando todo como tratando de extraer de las calles, de las casas, de los edificios, recuerdos, emociones vividas. Cuando llegamos nuevamente a la avenida principal de Calacoto tomó otro trago y me mandó: “Ahora llévame al corazón oscuro de la zona Norte, que conozco menos, pero también conozco. Allí he bebido algunas veces con los pobres de verdad, esos que tú no conoces”. Obedecí la orden y durante los cuarenta minutos del trayecto, no habló nada más. Iba hondamente reconcentrada y yo imaginaba, infructuosamente, todas las posibilidades de liberarme de ella.
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Entraron por
calles estrechas y cada vez más empinadas. La otra cara de la ciudad se
mostraba con su deprimente desnudez. Recorrieron muchos barrios, unos más
pobres que otros, pero, en general, con la noche, la imagen era deprimente. El
auto se empeñaba en las curvas y contracurvas de aquel laberinto de calles, muy
llenas de vida sin embargo, pero no de la vida que Roberto solía transitar.
Roberto una
vez más percibe que los recuerdos se le confunden, que los pronombres se le
mezclan, que otra vez es “él”, no “yo”. No entiende tampoco el tiempo. Sabe
dónde está, sabe que no es posible haber recordado tanto en la situación en que
se encuentra, aunque no la entienda bien. Oscuramente sabe, que la suma del
tiempo no se corresponde con la cantidad de cosas recordadas. Las imágenes del
recuerdo, que pasaron fugaces, no se corresponden con la borrosa sensación que
tiene del tiempo real. Pero él lo que quiere es la vigencia del yo, quiere
saberse uno y único, quiere, como desde el principio, “ser”. Logra poner en
orden las imágenes que cruzan por su cerebro, y se siente enormemente cansado,
siente que le flaquean las piernas. Pero con las representaciones otra vez
ordenadas, sigue recordando.
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“Quiero hacer pis. Mira, ahí hay un bar, allí deben tener un baño. Para y bajemos”, me dice ella con su tono mandón. “Ahí te violarán, y tal vez me violen a mí también”, le dije tratando de parecer chistoso. Me respondió casi con dulzura: “¿Quieres que me orine en el auto o prefieres que lo haga en la calle? Bajemos, no seas maricón”. El local era amplio y ruidoso. Había en él tal vez unos cincuenta bebedores, y los jarros donde bebían estaban encadenados a las mesas. Había allí obreros, aparapitas, y también algunos tipos de aspecto siniestro y, aunque todos estaban concentrados en la charla o en la bebida, cuando nos vieron entrar cesaron las pocas conversaciones y todos los ojos se dirigieron a nosotros, los extraños, los distintos y bien ataviados, pero sobre todo a ella que debe haber parecido una aparición de otro planeta. En cuanto nos sirvieron cerveza, en el mostrador, ella se dirigió al baño, que parecía ser el único, y me dijo: “Vigila la puerta del baño, no vaya a ser que alguien entre”.
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Me quedé junto a la puerta, que libraba vahos malolientes, con el vaso en la mano y procurando parecer sereno. Pero estaba nervioso, sabía que las vistas de la mayoría estaban ya no tanto en mí, sino en la puerta del baño, esperando la salida de Luz Marina. Al cabo de una eternidad, ella salió. Traía el pantalón de cuero desprendido, sujetándolo con ambas manos. Se paró frente a mí y con voz potente, me dijo: “Súbeme el cierre. Ayúdame”. Eso fue bastante para desatar el jolgorio. Junto con algunas sonoras carcajadas, mientras yo me agachaba para manipular la cremallera de su pantalón, se oyeron distintas versiones de “yo te lo subo, mamacita”. Era como un coro infernal, al que se le sumaban parlamentos individuales. Otra infinidad de tiempo transcurrió mientras mis manos, súbitamente inhábiles, lograron su cometido. Cuando por fin lo logré, estallaron aplausos y gritos burlones, los que soporté haciéndome el cojudo. Estaba sometido al escarnio, pero no debía reaccionar. Sin embargo, una voz grave sobresalió entre la algazara y decía: “Le hubieras pedido a un hombre de verdad que te suba el cierre, y no al K’ara ese maricón, que te acompaña”. Vi el rostro insolente y duro, casi aterrador, del que hablaba.
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Roberto vio el rostro insolente y duro, casi aterrador, del hombre que hablaba. Tuvo tiempo para pensar que ahí no podía hacerse el macho, pero, aunque no valía sacrificar nada por esa mujer que estaba a su lado, más pudo su orgullo herido y le respondió: “¡Oye! ¡Qué te pasa, cabrón!”. Igualmente tuvo tiempo de verlo avanzar hacia él, tuvo tiempo, cuando el tipo estaba a un par de pasos, de ver el cuchillo que portaba en la mano derecha. No sintió casi dolor cuando el arma se clavó en su vientre, pero sí oyó y vio los ojos de fuego del tipo que le decía, “¡A mí nadie me llama cabrón!”. Tuvo todavía unos instantes para pensar que el tiempo era lo más importante de nuestras vidas y que él lo estaba perdiendo todo de golpe; tuvo tiempo para entender que estaba dejando de ser y en ese escaso tiempo se fue dando cuenta que ahora él ya no era, que apenas podía ser un relato. Y entonces sintió, durante un breve segundo, un ataque de nostalgia. Tuvo tiempo inclusive, pero este fue muy breve, de ver los ojos ampliamente abiertos de Luz Marina y su boca profiriendo un grito que él ya no oyó.
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Andrés Canedo
Andrés Canedo. Bolivia 2022 (Santa Cruz) |
Es autor de numerosos cuentos y relatos publicados en diversos periódicos y revistas literarias nacionales e internacionales. Ha publicado también poemas y tiene una publicación semanal en su muro de Facebook y en su página Andrés Canedo de Ávila. Es autor de las novelas Pasaje a la Nostalgia (Editorial Kipus, Bolivia) y Territorio de Signos (Editorial 3600, Bolivia). Es autor del libro Nosotros, los del teatro (Imprenta 3600). También publicó el libro El fisgón del patio de comidas, y otros cuentos (Grupo Impresor, SRL). Fue actor, director de teatro y docente de Actuación en la Escuela Nacional de Teatro (UCB). Fue Médico-cirujano, graduado en la Universidad de Córdoba, Argentina. Fue Director Creativo de las más importantes empresas publicitarias del país.
Andrés Canedo, nació en Cochabamba y vive en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)
Correo electrónico: acanedodeavila@gmail.com
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