Los Amores Negados de Amelia Bartozzi✅ - Edgar Promociones

Breaking

Publicidad

Publicidad

martes, 25 de octubre de 2022

Los Amores Negados de Amelia Bartozzi✅

Los Amores Negados de Amelia Bartozzi 


Amelia Bartozzi. Argentina 2022. Foto Archivo




El tocado de novia

 

Foto Archivo EP


     Era una noche de verano con luna llena y el firmamento, en todo su esplendor de estrellas, parecía estar celebrando la felicidad de aquella velada. La fiesta estaba en su mejor momento. Seguramente, los dioses envidiaban el glamour y el brillo de los presentes a la boda: damas ataviadas con trajes de noche, gasas, sedas y lentejuelas  por doquier; caballeros de etiqueta: frac o levita obligatorio. Mi novio Gustavo y yo éramos casi dos intrusos en aquella boda tan despampanante, donde se despilfarraba tanto lujo -ya casi agresivo a la vista. Pero la novia, Silvana, era mi mejor amiga, crecimos juntas, así que yo no iba a perderme aquel momento de su vida, ni siquiera por el novio, al que no tragaba. Para mí era un cheto inservible, patético y soberbio. Pero… Si a ella le gustaba… si lo quería… No entendía qué le había visto.


     El vestido de novia de Silvana nos deja a todos boquiabiertos. Es soñado; hecho en tul y gasa, bordado a mano con hilos de oro y brillantes, y un tocado de flores naturales que deja al descubierto sus rizos dorados. Es la novia más bella que vi en mi vida. Y se la ve radiante de felicidad.


     El jardín de la mansión es espectacular. Una verja de hierro en la entrada conduce a un túnel formado por árboles altos y oscuros. Esta noche todo el parque está iluminado con faroles de colores; en el medio hay una gran fuente de mármol blanco, también iluminada. Los jazmines y los rosales perfuman el aire. Todo es de una belleza apabullante.


     La música y el bullicio de la fiesta tapan la tragedia que está a punto de desatarse, lo que nadie espera. Los invitados beben champagne; mi hermano baila con Anita, el amor de su vida; yo bailo con Gustavo, que se deshace en movimientos extravagantes, no sé si  sensuales o cómicos. Todos nos movemos frenéticos al ritmo de “Call me” de Spagna. Los flecos de mi vestido negro estilo años veinte, se mueven de un lado a otro, Una anciana apergaminada y enjoyada hasta los dientes, nos contempla encantada.


Foto Archivo EP


     De pronto se oye un estampido. Todos miramos hacia arriba; pensamos que son fuegos artificiales, buscamos con la mirada, pero no vemos el cielo iluminado de fogonazos. Yo dejo de bailar. Tengo un mal presentimiento.


     -Gus, pasó algo –le digo, con un nudo en la garganta-. Eso fue un tiro.


     -¿Estás loca? ¿Qué decís? Habrán sido los pibes tirando cuetes –me contesta, muy tranquilo.


     Pero algo en mi interior me dice que no es así. Busco a  mi hermano con la mirada, lo veo charlando con un amigo y respiro aliviada. No me da tiempo a relajarme, Silvana viene hacia mí y me pregunta por su flamante marido.


     -¿Ame, lo viste a Marcelo? –me interroga nerviosa. Tiene las facciones alteradas.


     -No. Hace rato que no lo veo. Pensé que estaban juntos. Debe andar por ahí, charlando con los invitados –le digo, sin mucho convencimiento-.  Tené en cuenta que esta mansión es inmensa, y ni hablar del parque, te perdés –agrego para tranquilizarla.


     -Sí, seguro –dice cabizbaja-. Pero, ¿oíste eso? Me pareció un tiro –agrega, confundida.


     La veo alejarse, turbada, pálida. “No puedo dejarla ir así, en ese estado”, pienso. Yo también presiento que algo pasa.


Foto Archivo EP


     -Voy con ella, Gus. Después seguimos –le digo a mi novio, mientras le hago un gesto de preocupación por mi amiga.


     -Bueno, no pasa nada. Debe estarse tirando las últimas cañitas al aire –dice riéndose con una sonrisita estúpida.


     A mí no me hace ninguna gracia su broma; y menos a Silvana, que se da vuelta y lo miró con una cara… Está cada vez más nerviosa. La ansiedad la está matando.


     La novia camina rápido, casi la pierdo entre tanta gente. Cuando por fin la alcanzo, veo que está mirando hacia un punto a lo lejos. “Es él. Lo encontró”, pienso. Ahora lo veo bien. Sí, es él. Está debajo de un árbol, un poco alejado. Parece que discute con alguien, pero no alcanzamos a divisar con quién. Silvana empieza a caminar rápido hacia ese lugar, casi se cae enredada en su larga cola de tul. Se la sostengo con la mano para que no se tropiece, y la sigo como una autómata; ni sé por qué, pero algo me dice que debo estar con ella en ese momento, que no la deje sola.


Foto Archivo EP

     Nos vamos acercando. Ya distinguimos a la persona que está junto a él; es Elizabeth, la hermana de Silvana, algo menor que ella. Es muy atractiva; esta noche luce preciosa en su vestido de strapless negro ceñido al cuerpo y con su cabello azabache que le cae desordenado sobre los hombros. Se los ve como si estuvieran discutiendo; envueltos en una pelea acalorada… como dos enamorados; tanto, que ni siquiera se dan cuenta de que nos acercamos.


Foto Archivo EP


     Él la tiene agarrada del brazo, la está zamarreando. Parece que tratara de quitarle algo de la mano derecha. ¡¡¡Es un arma!!! Ya nos acercamos corriendo.


     Marcelo continúa zamarreándola. Al fin consigue sacarle el arma.


     -¿Qué pasa acá? –grita Silvana, espantada, casi sin poder creer lo que está viendo.


     La luna ilumina su rostro, ahora desfigurado de dolor y desconcierto.


     Ya todo es tensión y silencio. Se podría cortar el aire con un cuchillo. Corre una brisa fresca, pero no se mueve ni una hoja. Los dos se quedan petrificados al verla; están pálidos, con el semblante demudado. Elizabeth baja la cabeza; su rostro devela vergüenza. Cuando reacciona, trata de huir, pero Silvana la detiene tomándola del brazo.


     -Vos no te vas a ningún lado. Nadie se mueve de acá hasta que me digan lo que está ocurriendo –dice mi amiga, con la cara desfigurada de angustia.


-No pasa nada, mi amor –balbucea él, también consternado-. Solo estaba tratando de calmar a tu hermana que está muy nerviosa por problemas personales; ya la conocés, es exagerada para todo.


     Se le nota la desesperación en la mirada y en su tono de voz.



     Y diciendo esto, trata de tomar a Silvana del brazo y encaminarla hacia la fiesta.


     Yo sigo ahí, también tiesa y confundida. Trato de no pensar lo que estoy pensando, pero es inútil; no puedo.


     Silvana se suelta violentamente de las garras de Marcelo y con la mirada envenenada de ira y dolor, grita:


     -¡Dejame! ¡Quiero saber qué pasa! ¿De verdad piensan que soy tan estúpida? –grita, con cara de desquiciada.


     Elizabeth se toma la cara con las manos y rompe a llorar con desconsuelo. De repente, pronuncia la palabra “perdón”.


Silvana la mira azorada, con los ojos inyectados en sangre. La veo en estado de shock. “Pobre Silvana”, pienso.


Foto Archivo EP

     Elizabeth se abalanza, llorando, sobre su hermana y trata de abrazarla, mientras le pide mil veces perdón. Silvana se la quita de encima de un tirón y los mira a los dos con el rostro deformado de asco y espanto. Sigue sin poder creer lo que ven sus ojos, lo que su corazón ya sabe. Se tambalea conmocionada y comienza a hacer un ruido espantoso que nunca pude olvidar.


     Yo la abrazo. Sé que va a caerse si no la sostengo. Es mi amiga. La quiero. A mí también me duele el alma.


     -Acá estoy, siempre a tu lado –le digo con ternura.


     Su tocado de novia cae sobre el césped, húmedo por el rocío de la noche. A lo lejos se escucha “It’s a Heartache” de Bonnie Tyler.

 






Nunca bailamos

 

Foto Archivo EP



     Fui muy feliz en mi matrimonio. Nos conocíamos desde niños y nos habíamos amado siempre. La muerte de mi esposo fue un duro golpe para mí; no lo esperaba. Así… de un día para otro, me quedé sin mi compañero, sin el amor de mi vida. Viuda a los cincuenta, después de toda una vida; inseparables. “La pareja perfecta”, decían todos, y la pregunta de rigor era siempre la misma: Después de tantos años juntos, ¿cómo hacen para estar siempre así, enamorados, siempre tomados de la mano, siempre tirándose besos? En verdad así era… siempre mirándonos a los ojos, siempre cómplices. La dulzura, la ternura y el respeto mutuo eran cosas que nunca habíamos descuidado. Pero se fue, me dejó para siempre; con mis recuerdos, con mi soledad, con mi melancolía. Una noche, simplemente, no llegó a casa; ya no volví a oír la llave girando en la cerradura, el chirrido de la puerta que se abre, sus pasos cansados después de un día de trabajo, su voz llamándome.


     El policía que llamó a la puerta aquella noche aciaga permaneció inmutable, mientras me informaba que un conductor distraído lo había atropellado; así de simple, como si nada, como si se tratase de un perro (con perdón de los perros). A nadie le importó que fuera el hombre de mi vida, a nadie le importó mi desconsuelo. Hora tras hora, día tras día, me hundía en la tristeza y en la desolación de la casa.


Foto Archivo EP


     Pero una tarde llegó ella. Juana. Juana, con su bolsito de jean a cuesta, con su piel manchada y arrugada, con sus ojos color miel, calmos, serenos. Era muy delgada, casi esquelética; le faltaban casi todos los dientes y tenía el pelo blanco a pesar de su juventud, tan solo treinta años. Parecía tan frágil e indefensa; nada más lejos de la realidad: era una mujer de una fortaleza admirable. Me perdí en la ternura de sus palabras y en la profundidad de su mirada. Supe de inmediato que ya no buscaría más, que ella era la elegida. Estoy segura de que Juana sintió lo mismo; esa conexión que solo se da entre almas que vibran de la misma manera, como si se hubieran estado buscando, sin saberlo. Charlar con ella era tocar el cielo con las manos; de su boca solo salían palabras dulces y esperanzadoras. Era una mujer de luz. Al día siguiente comenzó a trabajar en casa. Yo necesitaba una persona que se encargara de las tareas domésticas: limpiar, lavar, cocinar, hacer las compras; yo ya no podía hacerlo, me acababan de operar de la columna y ya no era la misma; caminar y estar parada se habían convertido en trámites muy complicados para mí.


     Juana no era una mujer cualquiera; se podía sentir en el aire que era  muy espiritual. Su alma rebosaba bondad y sabiduría. No era bella, pero su sola presencia, hipnotizaba a quien estuviera a su alrededor, llenaba el ambiente de una fragancia a rosas.


Foto Archivo EP


     Ocurrió que un día, estando yo en la cocina, escribiendo, como siempre, la vi acercarse a mí acalorada y muy preocupada:


     -Señora, ¿quién es el señor que está en la sala?


     -¿Qué señor? –pregunté asombrada.


     -El que está en la sala, señora.


     -No puede ser, ¿vos dejaste entrar a alguien?


     -¡Nooo, señora! ¿Cómo se le ocurre? –como pude, me levanté de la silla y, tomada del andador y arrastrando los pies, llegué a la sala, pero no vi a nadie.


     -No hay nadie, Juana –le dije, sorprendida.


     -Ahí está, señora. ¿No lo ve? Sentado en el sillón de pana rojo.


     -Juana, ¿qué decís? No hay nadie.


     Las dos nos miramos, confundidas y turbadas, como tratando de entender qué pasaba.


     -No estoy loca, señora –dijo acongojada, casi llorando.


     -Yo no dije eso, Juana.


     -Ahora está hablando, señora.


     La miré, pasmada. Luego, atónita, dirigí mi mirada hacia el sillón, como tratando de oír algo. Fue inútil. No escuché nada, ninguna voz, ningún ruido.


     -¿Cómo es? ¿Qué dice? –le pregunté, ansiosa, horrorizándome de mis propias palabras. “Debo estar enloqueciendo”, pensé.


     -Bueno… se lo ve triste, muy pálido, con barba de varios días, tiene el pelo blanco, ojos negros y acuosos, como si llorara.


Foto Archivo EP

     -¡Aaahhhh! –pegué un grito desgarrador y me tapé la boca en estado de shock.


     -¡Es mi marido! -dije en voz baja, resoplando y tratando de respirar, sintiendo que me abandonaban las fuerzas.


     -¡SEÑORAAAA! –gritó Juana, mientras me sostenía para que no me cayera.


     -Estoy bien, estoy bien. ¿Qué dice, Juana?


     -Pregunta si quiere bailar.


     -¿Qué?


Foto Archivo EP

   

  -No le entiendo bien, pero creo que dice que quiere bailar con usted.


     -¡Por Dios! No puede ser…


     -¿Qué significa, señora? ¿Usted entiende?


     -Nunca bailamos… nunca bailamos. Siempre le reclamaba eso, que nunca bailamos.


     Juana me miraba, boquiabierta, emocionada hasta las lágrimas, igual que yo.


     -Pongo música. Baile, señora. Baile con él.


     -¿Dónde está ahora? No puedo verlo.


     -Se está levantando del sillón, ahora se acerca y le extiende la mano.


     -¿Cómo hago, Juana? No lo veo. Casi no puedo estar parada.


     -Yo la ayudo, señora.


     Y bailamos un vals…






El Vuelo

 

Foto Archivo EP


     Quince de Julio de 2018. Aeropuerto de Ámsterdam. Con el corazón roto, enojada conmigo misma, tratando de entender qué había pasado, sujetando las lágrimas que ya empiezan a brotar, apoyo mi cabeza en el asiento del avión. Quiero morir, no pensar más. “Todo salió mal. No debí venir”, pienso. “¿Qué pasó? ¿Qué hice mal?”, me sigo preguntando. Me había quedado aturdida, suspendida en el tiempo. No entendía nada. No paraba de reconstruir mis encuentros con él, los analizaba una y otra vez y no llegaba a ninguna conclusión lógica.


     Sentía lástima por mí misma. Debía salir del círculo vicioso que me tenía sumida en ese vacío. Quería conseguir lo que todos deseamos, encontrarnos a nosotros mismos.


     Ahora me encuentro sentada entre dos hombres -nunca consigo ventanilla-; me siento incómoda y apretujada, pero no digo nada.  A mi izquierda viaja un pibe muy joven, muy carilindo, casi un adolescente. Parece temeroso. “Debe ser la primera vez que viaja”, pienso. Se pone los auriculares y, como un desequilibrado, empieza a tocar todos los botones. Al final se decide por una película; creo que es Transformers. Nunca me gustó esa película infernal de ruido de hojalata.


     Estoy muy triste. Tengo sueño. Hace días que no duermo bien. Intento cerrar los ojos y dormir. A mi derecha tengo a un muchacho morocho, corpulento, con el pelo revuelto y barba de varios días. “Parece que se peleó con el peine”, pienso. Me sonríe; le devuelvo el saludo. Estira la mano para saludarme; me resulta raro que quiera presentarse, pero le estrecho la mano -no quiero parecer una maleducada-. “Facundo, un gusto”, me dice. “Roxana”, respondo sin muchas ganas de hablar. Al rato me mira fijo y dice: “Te vi en el aeropuerto”, “¿Ah sí? Yo no te vi”, le digo con indiferencia. “Te quedaste dormida en un asiento. Se te veía exhausta. No era para menos. ¡Qué manera de esperar este vuelo! ¡Diez horas!”, me dice. Finalmente, logra captar mi atención; lo miro sorprendida y  le digo con ironía: “Ah, parece que me estuviste observando un poquito”. No dice nada. Me sonríe, mientras se coloca los auriculares y se dispone a ver una película.


Foto Archivo EP


     Me relajo y vuelvo a apoyar la cabeza en el asiento. Quiero seguir martirizándome con mi tristeza. Pero no me deja. Parece dispuesto a no dejarme en paz. Se quita los auriculares, me vuelve a mirar y dice: “Viajamos juntos en el vuelo desde Barcelona, ¿en serio no me viste?”. “No”, respondo tajante.


     Las azafatas comienzan su ir y venir por los pasillos ofreciendo jugos, gaseosas, bebidas alcohólicas. Espero a que una se acerque y le pido un whisky doble. Apenas me lo da, me lo bebo de un trago. Mi problema es que siempre hago todo rápido, casi corriendo, como si me persiguieran. Incluso cuando bebo un té relajante, me lo trago en un segundo como si estuviera en una competencia a ver quién se bebe un té relajante más rápido.


     El muchacho de la derecha quiere seguir con la charla. Me dice: “Soy arquitecto. De Salta”. “¡Qué bien!”, contesto, sin mucha euforia. Estoy muerta de sueño y quiero dormir. Se me cierran los ojos. Vuelvo a apoyar la cabeza como para darle a entender que tengo toda la intención de dormir y que ya no quiero hablar más. El salteño parece no darse por aludido y sigue. No me queda otra que hacer como que lo escucho. “Con mi hermano venimos de ver el mundial en Rusia”, dice, y hace un gesto como señalando al hermano que está sentado más atrás. Y sigue hablando: “Después fuimos a Roma y a Barcelona. Queríamos volver a Rusia a ver la final, pero ya me están llamando mis clientes y tengo que volver. Me van a matar; los dejé a todos colgados y desaparecí”, me dice muy tranquilo. 


    Y agrega: “Todo por ir a ver el mundial”. “Ah, claro”, me escucho decir. “¿Y a mí qué me importa?”, pienso. En realidad no me interesa en absoluto lo que me está diciendo, pero el tipo no se da cuenta -aunque es más que evidente- que yo tengo la cabeza en cualquier lado. En un segundo saca su celular y comienza a mostrarme fotos de  rusas sonrientes bebiendo cerveza, vodka, o vaya a saber qué. Todas bellísimas, pero muy similares. “Son hermosísimas”, dice babeándose, y agrega: “¡Mirá ésta! ¡Qué buena que está! ¡Son todas fiesteras!”. Lo miro mal, seria.


     “¿Qué me tiene que mostrar a mí -una desconocida- fotos de las rusas festejando en bares, en la calle o en el estadio?”, me pregunto. Lo perforo con la mirada. Me doy vuelta y me dispongo a dormir. Ahora es el chico de la izquierda el que me habla con timidez: “¿De dónde eres?”, me pregunta, en un español bastante bueno. “De Buenos Aires”, le contesto. “¿Y vos?”, le pregunto. “Yo soy de Holanda, pero ahora voy a Buenos Aires a visitar a mi novio”, me dice con voz risueña, y agrega: “Y de ahí nos vamos a San Juan, a la plantación de su padre”. “¡Qué bien! La vas a pasar genial”, le digo con una sonrisa.


Foto Archivo EP

     Lo noto afeminado en sus gestos y en su modo de hablar. No me importa. Amo a los gays. Son mis mejores amigos. “¡Qué suerte que tiene de tener a alguien que lo ama y que lo está esperando!”, pienso melancólica. Casi estoy celosa.


     “Raro el pibe que tenés al lado”, me dice el salteño. Me dio bronca que hablara así, como si el joven fuera alguien del que pudiéramos reírnos juntos.


     Lo miré con asco, pero ni se inmutó. Siguió con su risita de mierda. No le dije nada. Lo hice a propósito. “A lo mejor así se da cuenta de que ya no lo aguanto más y me deja en paz”, pensé. Pero no. Seguía. “Ni a mi novia le dije que me iba”, me dice, como si nada. “¡Uuff! ¡Lo que faltaba!, pensé.


     Quisiera decir que continué escuchándolo durante horas, que sonreí y le festejé todas sus  anécdotas sobre Rusia y las rusas “fiesteras”, pero no. Algo se nubló en mi cabeza. Hacía días que prácticamente no pegaba un ojo. No daba más. Y, además, tenía una depresión galopante.


      No podía creer lo que había ocurrido. Me sentía engañada, estafada, usada; y completamente desprotegida. Me recriminaba a mí misma el haber sido tan tonta e ingenua. Había cruzado el océano en busca de algo que no existía. Había ido detrás de una ilusión, de un sueño. Había dejado a mis hijos con el padre; a mis hijos adolescentes, que todavía me necesitaban tanto. Había dejado a mi hermano casi moribundo. Había vendido mi casa para empezar una vida nueva en otro lugar, con otra persona. Había dejado mi trabajo, y ahora tendría que empezar de cero. Y, para colmo de males, me habían robado todos los euros en Barcelona. Las tarjetas de crédito -ahora completamente inservibles- eran todo lo que me quedaba.


Foto Archivo EP


     ¿Cómo pude hacer algo así? Debí estar loca. Si pudiera volver el tiempo atrás…  retroceder y borrar lo equivocado y triste.


      Todo por un hombre, un hombre al que había ido a buscar, al que había amado toda mi vida, desde niña, un hombre que no me amaba, que nunca me había amado. Fue fácil saberlo, aunque no me lo dijera. Su indiferencia me lo decía todo. El muy canalla había jugado con mis sentimientos, me había impulsado a dejarlo todo por él, para luego rechazarme. El hombre al que yo creía “el amor de mi vida” era un verdadero psicópata. El amor había destruido mi vida. La había arrasado como un vendaval y ahora solo quedaban escombros.


     Nunca se lo contaría a nadie. Nunca permitiría que nadie supiera de mi dolor; mucho menos él. Pero hoy sí quería llorar, quería dormir, quería también emborracharme, pegarle a alguien. Tenía derecho. Estaba rota y con el corazón en carne viva.


     Y ahora este tipo, sentado a mi lado, estaba empeñado en que también mi viaje de vuelta fuera un infierno -como si hubiese sido poco todo lo que me había pasado. “¿Será un castigo divino o un maleficio?”, me pregunté.


Foto Archivo EP


     No me encontraba en el mejor de mis días; y no tenía más resto para aguantar a este pelotudo, ni a ningún otro en el mundo. Por eso, cuando se animó a pedirme mi número de celular y me dio a entender que tenía alguna segunda intención conmigo, lo miré con cara de desquiciada;  aproveché el momento en que la aeromoza volvió a pasar con su  carrito y le pedí un café bien caliente. Me hice la opa, o la estúpida, o ambas cosas y, fingiendo un accidente, le tiré el café hirviendo encima de la bragueta.


     El salteño pegó un grito, se levantó de un salto y se dirigió al baño a refrescarse y quitarse la mancha del café. Cuando volvió, no me dijo nada. Ni siquiera me miró. Yo estaba esperando que lo hiciera para saltarle a la yugular. “Pobre tipo, no tiene la culpa de que yo esté trastornada”, pensé después. “No sabe por lo que estoy pasando. No sabe que estoy devastada. No tiene ni idea de las cosas que pasan por mi mente”, me lamenté en silencio.


     La cosa es que el salteño no volvió a dirigirme la palabra en todo el vuelo. Finalmente, aliviada, apoyé la cabeza en el asiento y me dediqué a planificar mi venganza. No podía, ni quería, olvidar. Mi mente estaba llena de los más oscuros pensamientos.

 




 Algo sobre mí...


Foto Archivo EP


Me llamo Amelia Beatriz Bartozzi. Soy traductora literaria y técnico – científica de inglés; me recibí en el Lenguas Vivas de Capital Federal. También estudié inglés en Minnesota, USA. Fui secretaria, vendedora, empleada administrativa. Vivo con mis dos hijos en la localidad de Munro en el partido de Vicente López. En la actualidad, y desde hace 28 años, me desempeño como docente, profesora de inglés en el nivel secundario. Me apasiona leer; en el pasado leía mucho en inglés. Los leí a casi todos los grandes: Shakespeare, Hemingway, Faulkner, Miller, Dickens, mucha literatura inglesa y también española, muchos escritores latinoamericanos. Nunca hice talleres literarios, no porque no quisiera, sino por falta de tiempo; trabajo mucho. Toda mi práctica de escritura se la debo al traductorado. Escribo por instinto, por pasión y porque no puedo dejar de hacerlo. Me gusta contar historias, sobre todo, historias de familias, de mujeres. Escucho y observo mucho a las personas.


Siempre escribí para mi familia y amigos. Un día comencé a escribir en las redes sociales y no paré más. En los años 2019, 2020 y 2021 me publicaron cuentos y relatos en varias revistas digitales nacionales e internacionales como Lado Berlín, Otras Inquisiciones, Revista Literaria Pluma, El Narratorio, Burak revista, En el año 2019 la Editorial Dunken eligió y publicó un cuento mío “Volver a casa” en una antología llamada PUEBLOS Y CAMINOS. Un día, la escritora Alicia Digón, con toda su generosidad, me invitó a escribir para su revista. Luego me nombró secretaria de redacción y codirectora de la revista de Arte y Literatura GUKA; escribí sobre educación, hice algunas entrevistas a escritores. Lo disfruté mucho y se lo agradezco.


En el 2020 se publiqué mi primer libro de cuentos y relatos “Amores Negados”. Lo presenté en forma presencial en Tiempos Modernos, el 14 de marzo de 2020, dos días antes de que comenzara la cuarentena obligatoria en Argentina. Es un libro que, como su nombre lo indica, trata de amores que no pudieron ser, de amores de toda la vida, de amores imposibles, de amores góticos, relatos donde los protagonistas, muchas veces, muestran su lado más oscuro, historias de venganzas, traiciones, celos, muerte.


Actualmente, estoy escribiendo otro libro de cuentos y relatos, una novela y una obra de no ficción que es una crónica.

 


Foto Archivo EP

Amelia Bartozzi. Foto Archivo EP


Foto Archivo EP






No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Compartir

Post Bottom Ad